08 de abril, 2018
Una flor marchita en el jardín de la República
La bala prepotente no pide permiso y se lleva el valor preciado de la vida. Inútil es la vocación de sembrar si se pondera el hábito de arrancar los sueños de raíz.
Porque siempre hay sueños.
Porque cada pibe, recién asomado al mundo, es igual a otro pibe, a otro y a otro. El universo adulto lo separa a la fuerza: aquí los de este color, allá los de aquél país, aquí los que tienen dinero, allá los que no. La pobreza y la desigualdad son el pecado original de la sociedad moderna.
Y los chicos no armaron este modelo ni son responsables de este sistema.
Facundo tenía 12 años. Nadie le preguntó cómo quería morir. La bala impuso sus argumentos y convirtió al chico en un peligro dos veces criminal: vivo, podía haber sido un ladrón; muerto, era un ladrón. Como ya pareciera costumbre, se alteró la escena de los hechos, se manipularon pericias, se invirtió la carga de la prueba y la víctima fue declarada culpable hasta que se demuestre lo contrario.
Y si no era culpable, una disculpa. Y si era culpable, ¿quién tuvo la culpa? El único que no tendrá voz en el debate es Facundo. Que no se paren las rotativas, ni aun cuando mientan sus verdades con tinta rojo sangre.
Nos falta uno. A los que creemos en el amor como todo regalo y remedio, a los que creemos que siempre vale la pena apostar a la vida, a los que creemos que el buen Maestro nos quiso primero y sin pedirnos prontuario, pasaporte o extracto bancario.
Del lado de la muerte, nunca.
Diego Pietrafesa
Boletín Salesiano, abril 2018