14 de noviembre, 2016
Un mundo sin adultos
Veloces cambios culturales, adoración de la juventud y desaparición de la autoridad de los mayores: “un mundo sin adultos” y su impacto en la escuela. Entrevista al doctor Mariano Narodowski.
Mariano Narodowski es doctor en Educación, pedagogo e investigador, con una amplia trayectoria en el ámbito académico y un prestigio que supera las fronteras argentinas. Fue ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires y actualmente se desempeña como profesor en la Universidad Torcuato Di Tella. La publicación este año de su último libro,
Un mundo sin adultos (Debate), fue la ocasión propicia para conversar con él sobre el vínculo entre grandes y chicos, escuela y familia, en un contexto donde la autoridad de los mayores parece desvanecerse ante la velocidad de los cambios sociales, económicos, tecnológicos y culturales.
¿Por qué hablar de “un mundo sin adultos”?
En los últimos años se vienen produciendo como nunca antes una serie de cambios, y no sólo tecnológicos, en diferentes ámbitos: las relaciones sociales, el tejido productivo, las nociones de igualdad y justicia. Estos cambios son tan violentos, constantes y crecientes que
sólo aquellos que crecieron en el núcleo de esos cambios tienen capacidad para comprenderlos y operar sobre ellos; es decir, los más jóvenes.
Estos cambios bruscos generan que la experiencia que se va acumulando refiera a cuestiones que ya están obsoletas. Producen la obsolescencia de los objetos, los conceptos, las ideas e incluso de las personas.
El mayor temor que puede tener hoy un adulto es a la obsolescencia, a dejar de ser útil, a que su experiencia sea considerada inservible. Por eso, cada vez más los adultos y los ancianos “necesitamos” parecernos a los adolescentes, a los jóvenes —en la forma de vestir, de hablar, en los gustos— para dejar de ser “sospechosos de obsolescencia”.
“El mayor temor que puede tener hoy un adulto es a dejar de ser útil, a que su experiencia sea considerada inservible. Por eso, cada vez más ‘necesitamos’ parecernos a los jóvenes”.
Al mismo tiempo, ser adulto ya no es considerado un valor en sí mismo como lo era originalmente, donde los chicos querían crecer para ser adultos y ser respetados. En la actualidad los chicos consiguen mucho más respeto como niños o adolescentes que como adultos. Por lo tanto, la idea de crecer y de ser adulto ya no resulta interesante por sí misma. Mi punto no es que los adultos se hayan rejuvenecido, o que las adolescencias duren mucho tiempo, sino que se desdibujan las diferencias entre grandes y chicos, dos categorías que hasta ahora definían las edades de la vida, hoy han perdido precisión y todo está mucho más mezclado.
En nuestra cultura de las pantallas, grandes y chicos son consumidores iguales. Por lo tanto, los adultos ya no poseen un secreto a trasmitir a los niños y los adolescentes. Tradicionalmente, se suponía que esos secretos —los secretos del poder, del amor, de la religión, del sexo— diferentes adultos se lo iban revelando a los chicos en distintos momentos. Hoy esto ya no ocurre; a los chicos se les permite saber todo desde el principio.
Todo esto a su vez genera que el valor de la espera y el esfuerzo también se vayan perdiendo,
porque es difícil pensar que esperar pueda servir para algo.
“En nuestra cultura de las pantallas, grandes y chicos son consumidores iguales. Los adultos ya no poseen un misterio para revelar que los niños o los adolescentes no saben”.
¿Qué consecuencias trae este nuevo panorama?
Durante la Modernidad, la relación “adulto-niño” suponía una asimetría, una diferencia. El maestro, el papá o la mamá eran un “otro diferente”, que tenían algo que aportar y que se hacían cargo. El adulto tenía que amar a sus hijos, pero los hijos no estaban obligados a amar a sus padres. Era una relación asimétrica en todo sentido.
Esta asimetría se va perdiendo en el mundo sin adultos y los vínculos se vuelven relaciones de equivalencia. El problema con las relaciones entre equivalentes es que están signadas o por el amor o por la negociación. Lo que hay es o “puro amor”, muchas veces sin cuidado, que se transforma por ejemplo en el padre proveedor que paga; o negociación, “te dejo hacer esto para que no hagas otra cosa” porque no quiero lío.
A su vez, el sacrificio por el más chico —por el hijo, por el alumno— ya no es reconocido socialmente, no tiene dignidad en sí mismo: los adultos ya no se sacrifican por los pequeños. Vivimos una cultura narcisista, de la realización inmediata. Y acá entra lo que yo llamo la “paradoja de la liberación”:
tras la idea de que los niños deben liberarse de los adultos, en realidad son estos últimos los que se liberan de los primeros.
Todo esto provoca que en la actualidad asistamos a la primera generación fruto de un mundo sin adultos, una generación desorientada que, como no tiene un ejemplo para aferrarse, solamente le queda la posibilidad de ir haciendo su propio camino.
“El sacrificio por el más chico ya no es reconocido socialmente, entonces los adultos ya no se sacrifican por los pequeños. Vivimos en una cultura narcisista, de la realización inmediata”.
¿Y cómo influye esta realidad en la escuela?
En primer lugar impacta directamente en la autoridad del docente. Ya no existe la “legitimidad de origen”, que los alumnos respeten al maestro simplemente por ser un adulto, porque los adultos ya no son tan bien vistos y la escuela no es más el agente monopólico del conocimiento. Hay otros agentes de difusión del conocimiento que incluso son más legítimos que las escuelas. Por lo tanto, la legitimidad del docente y de la institución escolar es una legitimidad en el ejercicio: todos los días hay que salir a demostrar que un docente puede constituirse como alguien que tiene alguna cosa para transmitir. En la década del ‘40, una chica de 16 años con siete materias pedagógicas y cuatro años de secundario era maestra, y muy respetada. Claramente nuestros maestros de ahora, de 25 años, son mucho mejores: lo que pasa es que aquella sociedad era mucho más jerárquica, disciplinada y autoritaria.
No es lo mismo ser docente en esa cultura que en la nuestra, donde suponemos que los chicos saben más que los grandes.
Y ese cambio contribuye al desgaste de la relación entre la escuela y la familia...
En el surgimiento de la escuela, ese vínculo tenía como condición que, frente a la existencia de un conflicto entre la cultura de la escuela y la de la familia,
ese conflicto se dirimía siempre a favor de la escuela. La familia lo que tenía que hacer era ajustarse a la escuela.
En la actualidad esa alianza se invirtió. La escuela perdió el monopolio del conocimiento y su saber está muchas veces cuestionado. Ahora es ella la que se termina adaptando a las familias. En un mundo sin adultos, donde los padres no quieren sacrificarse,
ese sacrificio se pone en la escuela, que ya no tiene la capacidad cultural para absorberlo. Entonces, en las situaciones de conflicto la familia termina avanzando sobre la institución escolar. Al mismo tiempo, los educadores tienen miedo al conflicto, porque no saben cómo se va a dirimir, y muchas veces terminan concediendo; no por convicción, sino para escaparle al enfrentamiento. Al mismo tiempo, las autoridades políticas de los ministerios tampoco quieren problemas, entonces terminan convalidando la demanda de las familias.
“Frente a la existencia de un conflicto entre la escuela y la familia, ese conflicto se dirimía siempre a favor de la escuela. En la actualidad esa alianza se invirtió”.
¿No existe entonces una contradicción cuando, por un lado, se critica a la escuela, y al mismo tiempo todos los proyectos políticos proponen “más escuela”?
Lo que deberíamos preguntarnos es por qué la clase política se la pasa diciendo que “más es mejor” y buscando más días de clase, más horas o más años de escolaridad, como si eso resolviera los problemas de fondo.
Para mí esa afirmación esconde la enorme dificultad que existe para afrontar los problemas reales. Si hoy tenemos una enorme dificultad con el abandono del secundario, donde el 60% de los chicos no lo termina en el tiempo adecuado, no podemos pensar en resolverlo solamente agregando una sala de tres años obligatoria. Por agregar una sala más no vamos a lograr necesariamente que, doce años después, los chicos no abandonen la escuela secundaria. Lo que ocurre es que a la clase política estas medidas les dan cierto aire; les dan tiempo y ahí vuelven a asegurar que “los cambios en la educación tardan veinte años en implementarse”, lo cual no es cierto. Si tenemos problemas en el secundario, ¡tratemos de resolverlos en el secundario!
La clase dirigente —y no solamente la política, incluyo a los empresarios, los intelectuales, los sindicalistas, los religiosos—
no ha construido un proyecto educativo que sea interesante, que sea prospectivo, que sea colectivo, que sea tan sólido que limite los disensos y permita avanzar en puntos comunes.
¿Existe en el país alguna experiencia educativa que pueda servir de referencia?
La realidad es que, a pesar de que somos un país federal, las escuelas primaria y secundaria públicas en Argentina son todas muy iguales entre sí: en la forma de organizarse, en el sistema burocrático que las mantiene, el régimen laboral docente, el régimen curricular.
Podría enumerar algunas experiencias valiosas de escuelas públicas que conozco, pero eso distrae de la cuestión de fondo. Por ejemplo, que en las escuelas públicas de Argentina una directora no tiene opinión en la contratación de su equipo docente. Incluso ese director o directora, al momento de concursar, ni siquiera presenta un proyecto para esa escuela. O, por ejemplo, pensemos en un director que trabaja muy bien por 10 años: cuando se jubila, se cansa, o renuncia, quien lo sucede no tiene por qué seguir con ese proyecto. Estas cuestiones que deterioran el entorno escolar público no obedecen a la gestión económica, no son un problema de plata. Se podrían solucionar, y si no se hace es porque evidentemente la sociedad no ha podido construir un proyecto.
Por
Ezequiel Herrero y
Santiago Valdemoros • redaccion@boletinsalesiano.com.ar
Boletín Salesiano, noviembre 2016