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01 de enero, 2021

Un ministro en el oratorio

Los que conocieron a Don Bosco: Urbano Ratazzi

Siempre tuve inclinación por la política pública. Fui estableciendo alianzas y ocupando puestos de importancia cada vez más relevantes. Eran tiempos convulsionados socialmente por las guerras, los conflictos políticos internos y con la Iglesia. Siempre fui creyente; sin embargo, no podía admitir las prerrogativas que tenían las órdenes religiosas y fui autor de alguna ley que determinaba la eliminación de muchas de ellas, excepto aquellas dedicadas a la predicación, el cuidado de enfermos y la enseñanza.

Desde mi juventud me preocupaba particularmente la situación de las cárceles. Para ser honesto, mantener la disciplina en aquellos lugares e intentar que los que entraban no salieran en peores condiciones, casi no se lograba. Sólo se registraba cierto orden a fuerza de numerosos guardias y del uso de la violencia. A veces también me preguntaba cuáles serían las razones por las que tantos jóvenes ingresaban allí y si se podría hacer algo para evitarlo.

En este contexto, en Turín y sus alrededores, algunos sacerdotes intentaban algunas experiencias de recreación y formación de los muchachos que me interesaron. Corrían versiones de todo tipo, desde que eran espacios de adoctrinamiento militar hasta que allí se vivía otra forma de educar que era muy efectiva. Especialmente llegó a mi conocimiento la existencia de un oratorio en Valdocco en el que no se aplicaban los métodos más conocidos para disciplinar a los que allí asistían...

Sentí, entonces, despertar nuevamente algunos de los ideales de mi juventud ahora algo sepultados por mis obligaciones como Ministro del Rey. Decidí no dejarme llevar sólo por lo que me podían contar y un domingo a la mañana me presenté de incógnito en aquel oratorio de Valdocco. Afortunadamente todos estaban en la capilla donde el sacerdote estaba predicando a algunos muchachos…

Me senté en el fondo. Quedé inmediatamente atrapado por la manera sencilla y fascinante de aquel hombre de hablar y explicar, encantando a sus oyentes. Aun cuando uno de aquellos intervino para hacer una pregunta que cuestionaba ciertas decisiones del gobierno y la tensión con el obispo exiliado, no me sentí molesto.

Finalizada la prédica, nos encontramos en el patio con el sacerdote, Don Bosco. Allí me di a conocer y tuvimos la primera de numerosas charlas a lo largo de muchos años. 

¡Qué sorpresa ver que no había guardias para mantener el orden de tantos muchachos! Más aún, sabiendo de antemano que algunos de ellos eran ciertamente indisciplinados y que hasta habían pasado por la cárcel. Desde ese día pude apreciar los logros conseguidos con la dulzura de la presencia de los formadores, cómo podían infundir el amor a la virtud y el horror a los vicios.

Supongo que por la admiración que sentía por aquel hombre, por lo que él y los suyos lograban y el Estado no hacía, siempre ayudé en lo que estuvo a mi alcance al sostenimiento y crecimiento de su obra.

Admiré en aquel sacerdote su determinación, su fortaleza para defender su propuesta, su terquedad para cobijar y educar especialmente a los más díscolos. Seguramente lo hice porque no fui capaz —no sé si por cobardía o por conveniencia política— de trasladar su propuesta a las instituciones del Gobierno.


Hernán Gutiérrez

(Publicado originalmente en el Boletín Salesiano de Argentina, septiembre de 2012)