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19 de enero, 2016

Tarea para hacer de a dos

Nuevas reflexiones sobre un tema recurrente: la relación entre la familia y la escuela, de la mano del reconocido especialista Emilio Tenti Fanfani.


Licenciado en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional de Cuyo, docente e investigador en diversas universidades y centros de estudios de Latinoamérica y Europa; la trayectoria del doctor Emilio Tenti Fanfani es amplia y rica, así como también la mirada que brinda sobre la actualidad de la educación en nuestro país. En una conferencia que brindó en el Colegio Don Bosco del barrio porteño de Congreso, este reconocido sociólogo de la educación hace su aporte para repensar de qué manera familia y escuela pueden brindar lo mejor de sus capacidades específicas para la formación de las nuevas generaciones.

Necesaria división de tareas


Hay cosas que sólo la escuela puede y debe hacer —y que se relaciona con una responsabilidad del Estado— y otras que son competencia exclusiva de las familias. Definir estas tareas no es una cuestión sencilla, ya que la división del trabajo entre escuela y familia cambia según las épocas. La educación de los niños, al igual que su salud, no se compra “hecha” ni lista para usar: se trata de una tarea compartida entre el propio chico, la familia, la escuela, los medios de comunicación y otros ámbitos de la vida social, tales como la iglesia, la calle, los amigos o el club.

Lo fundamental, de todos modos, pasa por la relación entre la familia y la escuela. La calidad de la educación depende siempre de la cantidad y calidad de los “recursos” que la familia y la escuela invierten en el desarrollo de las generaciones jóvenes. Por lo tanto, el éxito del proceso educativo depende en gran medida de una adecuada división del trabajo pedagógico y de la capacidad de inversión de estas dos instituciones socializadoras.

Aquí es preciso tener en cuenta al menos dos cosas. La primera es que, en las sociedades actuales, tanto la familia como la escuela tienen responsabilidades “indelegables”. La segunda es que tanto los recursos familiares como los escolares no están distribuidos equitativamente en la sociedad.


Dos roles distintos y complementarios


Ciertas cuestiones necesarias para el desarrollo infantil sólo pueden ser provistas por la familia —como el afecto y la atención particularizada, la primera educación moral— y al ser constitutivas de la personalidad del niño son determinantes para el chico al momento de construir su subjetividad. El amor y el cariño de un padre y una madre —o de los hermanos, los abuelos, a los tíos—, cuando por diversas razones llega a faltar, no puede ser provisto por un sistema burocrático de Estado: una especie de “ministerio del amor” sería impensable, mientras un programa de comedores escolares es plausible y necesario. La educación de la familia es la educación “primera” y fundamental, porque determina los aprendizajes posteriores. La familia, en forma por lo general espontánea, trasmite una determinada herencia cultural a las nuevas generaciones, que puede estar más o menos articulada con lo que la escuela se propone enseñar.

La institución escolar viene “después” y tiene progresivamente un mayor componente técnico profesional. La escuela como institución, animada por profesionales especializados, es la encarnación de un proceso permanente de racionalización de los aprendizajes. Como tal se ha vuelto insustituible, en la medida en que sólo ella puede hacer ciertas cosas, y hacerlas también en forma masiva, como por ejemplo desarrollar competencias de lectoescritura y cálculo, desde las más elementales y básicas hasta las más complejas y avanzadas.

Por otro lado, no todas las familias disponen del mismo capital —dinero, nivel educativo, tiempo libre o biblioteca— para educar a sus hijos y acompañar la tarea de la escuela. Al mismo tiempo las escuelas, aunque jurídicamente iguales, son desiguales en infraestructura física, equipamiento didáctico, horas de atención pedagógica, calificación y experiencia de los docentes. Sumada a esta desigualdad, lamentablemente, en la mayoría de las oportunidades la pobreza de las familias se junta con la pobreza de las escuelas, para producir pobres resultados escolares.

Una suma que multiplique


Cuando las cosas no andan bien, las relaciones entre estas dos instancias —casa y escuela— no siempre son lineales y por momentos se vuelven muy complejas. Entre otras cosas, las familias y la sociedad tienden a pedirle a la escuela más de lo que esta puede dar: alimentación, cuidado, afecto, moralización, computación, inglés. A su vez, algunos maestros y administradores educativos a veces esperan que las familias hagan más de lo que están en condiciones, económicas y culturales, de hacer.

¿Cómo armonizar entonces las expectativas y las responsabilidades recíprocas? Primero, reconociendo que es toda la sociedad —las familias y la escuela en primer lugar— la que no cumple con la responsabilidad mayor de garantizar las mejores condiciones para el desarrollo de la infancia; segundo, rompiendo el círculo de la pobreza asignando más y mejores recursos escolares a quienes más lo necesitan.

Tomar conciencia del rol de cada uno


Es probable que, luego de una toma de conciencia generalizada, muchas familias perciban que su contribución a la educación de sus hijos está por debajo de sus posibilidades objetivas. Así podrían darse cuenta que haciendo cosas tan sencillas como leerles un cuento antes de dormir, orientarlos en sus consumos televisivos, estimularlos en el cumplimiento de sus obligaciones escolares y también visitando regularmente la escuela, ofreciendo su cooperación a los maestros, por ejemplo, pueden mejorar sustancialmente el aprendizaje de los chicos. Pero justo es reconocer que no sólo muchos padres estamos en deuda con los chicos. Lo mismo podría decirse de muchas escuelas y maestros. Ellos tampoco son “todos iguales”. La experiencia indica que aún compartiendo las mismas penurias y dificultades, los comportamientos, la profesionalidad y responsabilidad de los maestros —como la de los sociólogos, los mecánicos o los médicos— tienen un amplio margen de variabilidad. También muchas escuelas, al igual que las familias, pueden hacer mejor las cosas en función del interés superior del niño.

La práctica de la autocrítica conduce a la autoconciencia y a dosis mayores de responsabilidad del mundo adulto respecto de las generaciones jóvenes. De cualquier manera, siempre es más rendidora que la recriminación y la culpabilización del otro. Si trato de hacer cada vez mejor lo que a mí me corresponde —lo cual supone el reconocimiento de que en alguna medida lo puedo hacer— estaré en mejores condiciones para exigir, como padre, como maestro, como ciudadano, o como ministro, que “los otros” cumplan su propio papel en la empresa social del aprendizaje.