En Zárate, el Hogar de Cristo recibe a personas que quieren recuperarse de las adicciones. Y reparan con servicio el dolor de su vida.
Barrio Nuevo, Zárate, cien kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires. Es una mañana nublada de junio. El frío se siente más cuando el único reparo es el propio abrigo. Plástico, cartón y tablas son los materiales en las casas de este barrio, el más reciente de la ciudad. En uno de los terrenos, un grupo de hombres reparte porciones de guiso; en total, unas cien por día.
Están cocinando desde las nueve de la mañana y, si bien no son siempre los mismos, sostienen el servicio de lunes a viernes, desde el año pasado. Comenzaron el día más temprano, compartieron el desayuno, una oración y una necesaria charla, alrededor de una mesa común que muchos de ellos no tuvieron nunca.
Golpeados por la vida —y por la muerte—, tomaron la decisión de cambiar. Y esa voluntad les abrió las puertas del Hogar de Cristo, donde hay dos reglas: no consumir sustancia alguna, y nada de violencia. No se pregunta qué hiciste o de dónde venís. Para eso habrá tiempo. Primero se recibe, se espera, se escucha. Porque lo más importante ya sucedió. Como dice Tomás, 23 años: “Hay tres caminos para una persona que consume: terminar preso, muerto o loco… y yo esas tres cosas no las quería”.
“Para el adicto es muy importante descubrir cuál es su dolor. Y que no lo tape con sustancias, sino que lo pueda ir sanando”, dice el salesiano Carlos Morena.
Ese es el lema del Hogar de Cristo, una respuesta concreta a las personas en situación de consumo en villas y barrios populares, que nace hace unos diez años a partir de la iniciativa del equipo de “curas villeros” de Buenos Aires. Esa propuesta fue tomada hace cinco años por la obra salesiana de Zárate, a través de la iniciativa del padre Antonio Fierens, abriendo un espacio preventivo para chicos y adolescentes todas las tardes, de lunes a viernes. Llegar con contención antes que la adicción.
En 2021 se dió un paso más: abrir hogares convivenciales para personas que quieran salir de las adicciones. Esto, como explican los salesianos José García y Carlos Morena, se realiza a través de distintos pasos o “umbrales”, cada uno en una casita distinta, todas muy sencillas: “Todo aquél que viene herido, ‘roto’, se lo va a recibir con cariño. Luego de pasar un tiempo ahí los pibes van a una granja, unos cuatro meses, sobre todo para mirarse interiormente. Para el adicto es muy importante descubrir cuál es su dolor. Y que no lo tape con sustancias, sino que lo pueda ir sanando. Luego los chicos vienen para acá, en un cuarto ‘umbral’, donde van fortificando estas herramientas para enfrentar el consumo. Y un quinto ‘umbral’ donde pueden salir a trabajar, administrar su dinero, alquilar, intentar recuperar a su familia, a sus hijos…”, detalla Carlos, director de la obra.
El proceso no es lineal. Muchos tienen recaídas y vuelven a consumir. Pero el Hogar les abre igual la puerta. “Lo primero que hacen los pibes cuando llegan es comer y dormir, porque quizás vienen de estar una semana ‘de gira’. En pocos días recuperan el peso que perdieron, porque la droga les había sacado las ganas de comer”, relata José. Si bien hay algunos más jóvenes, en general son personas que superan los treinta años: “Llega una edad en que no se bancan seguir consumiendo o huyendo; el cuerpo les dice ‘basta’”.
La escena del principio se repite en una casa de barrio Reysol, y en los salones de la capilla San Alfonso y la parroquia San José: las mismas personas que están en recuperación cocinan la comida de las ollas populares que cada día de la semana alimentan a unos ochocientos vecinos.
“Nos levantamos temprano para preparar todo. Nos ayuda a sentirnos útiles. Muchas veces nosotros robábamos a la gente. Los pibes que no tienen nada lo único que saben es robar para drogarse o comer. Hoy estamos de este lado, tratando de hacer las cosas bien y de no cometer los errores que cometimos. Y la gente nos apoya por lo que hacemos, aunque hay otros que no entienden”, cuenta Raúl, 48 años.
Nació en Misiones, pero viene de Quilmes, donde tomó la decisión de internarse. Es uno de los “acompañantes-pares”, personas recuperadas de la adicción que coordinan la vida en cada uno de los hogares. “Hace un año y ocho meses que estoy ‘limpio’. Es difícil, sigo luchando. La adicción no se cura, se trata. Convivo con adictos, nos ayudamos porque nos entendemos, nos podemos hablar”, agrega.
Las mismas personas que están en recuperación cocinan la comida de las ollas populares que cada día de la semana alimentan a unos ochocientos vecinos.
La solidaridad y el sentido de familia son parte de la identidad de los hogares, cuentan los salesianos. La mayoría de los internados en Zárate no son de allí, sino de otras ciudades y de barrios del conurbano bonaerense. Por otro lado, en la granja de recuperación que los curas villeros tienen en Villegas, La Matanza, hay veinte chicos de Zárate. Salir del barrio, alejarse de quienes les ofrecen consumir, es una forma de ayudar a recuperarse.
“Mis papás nunca me hicieron faltar nada, y le agradezco a Dios por eso; pero nunca me dieron amor. Preferían darme plata antes que llevarme a la escuela. Teniendo todo y no teniendo nada, a los 14 años empecé consumiendo con mi mamá, y terminé consumiendo con toda mi familia”, cuenta Tomás. Llegó desde Concordia y hoy está en el cuarto “umbral”, realizando el curso de Peluquería en el centro de formación profesional de la obra salesiana, como un oficio para el día de mañana.
Dice Jesús, 32 años: “Nunca en mi vida trabajé; perdí a mi viejo a los 12 años. No sé lo que es el amor de un padre. Desde los 12 años empecé a andar en la calle. Empecé con el puchito, pasé al porrito… hasta que empecé a tocar cosas ajenas y la plata fácil me gustó. Trabajé dos meses y al llegar el fin de semana cobraba seis mil pesos, y eso yo lo podía conseguir en una hora”. Hoy es “acompañante-par” en uno de los hogares, ayudando a otros a tratar las adicciones: “Todas las mañanas le doy gracias a Dios por un día más de vida, porque me levanto de esa cama, por el techo, por las sabanitas, por lo que tenemos para comer”.
Son las personas que pasaron por la tragedia de las adicciones —y sobrevivieron— las que exponen a una sociedad que deja afuera a una franja cada vez más amplia de la población, sin la posibilidad de ganarse el pan con dignidad, educarse, sentarse a la mesa como familia. “Hace falta que la sociedad no mire para otro lado, que ayude, que pregunte. Saber por qué está así, por qué roba, por qué está drogado, cuál es su dolor, qué le pasó en la vida... hablar”, resume Raúl.
Volvemos a barrio Nuevo. Las porciones de guiso ya se repartieron entre los vecinos, y los muchachos compartieron el almuerzo junto al padre Carlos. “Nacho”, 35 años, que trabajó como albañil, coordina ahora las tareas. Están levantando una sencilla casita para que vengan a vivir otras personas que necesitan recuperarse de las adicciones. “Cuando vine al hogar me tuvieron en un lugar calentito, con cama, frazada. Entonces yo, de corazón, trato de hacerlo para que los demás chicos, cuando vengan, tengan donde estar, en un lugar digno”, dice Nacho, mientras coloca la puerta nueva de la casita… una puerta que siempre estará abierta. (punto final)
Publicado originalmente en el Boletín Salesiano de Argentina, julio de 2022