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20 de noviembre, 2014

Optar por la fidelidad en lo esencial

Los que han reflexionado con atención sobre la experiencia pedagógica de Don Bosco y su espiritualidad saben que él no es un teórico de la educación ni un autor refinado de doctrina espiritual, como san Juan de la Cruz o el mismo san Francisco de Sales.

Es verdad, sin embargo, que Don Bosco ha escrito mucho para instruir a la gente del pueblo, a sus colaboradores, y a los mismos jóvenes a los que dedica las mejores energías de su vida. Sus escritos son sencillos y prácticos y, en general, saca las ideas de otros autores. Le interesa orientar a los lectores para que tomen decisiones concretas de vida cristiana y social.

Pero es importante afirmar sin ambigüedades que Don Bosco tiene claros sus objetivos, y que apoya sus convicciones en una comprensión humana y cristiana de la vida, bien definida y tan profundamente arraigada, que por nada del mundo él renunciaría a esas opciones esenciales.

A continuación se desarrollan tres de esas opciones —a las que se podrán añadir otras— que, justamente por ser esenciales, deberían estar siempre explícita y firmemente presentes en toda legítima actualización de su educación y espiritualidad.

“He entregado mi vida a los jóvenes”
El horizonte de la espiritualidad de Don Bosco está perfectamente definido por esta respuesta que el sacerdote Juan Bosco, a la edad de treinta años, da a la marquesa Julia de Barolo, cuando ella lo pone ante la alternativa de continuar en su obra o abrirse otro camino con los jóvenes.

Como Don Bosco había mostrado ya en el diálogo con Garelli, y mostrará en sus encuentros con cada uno de los jóvenes que se le acerquen, no es una opción abstracta por la juventud anónima: para él, cada joven tiene un nombre y está viviendo una situación determinada, es un joven concreto y “situado”, distinto de los demás. No todos son iguales porque, entre ellos, la situación de abandono se vive de modo diverso. Es el mismo Don Bosco quien lo demuestra al describir, por ejemplo, el encuentro con Domingo Savio, Miguel Magone o Francisco Besucco, Y así ocurre en su encuentro con Rua o Albera, o con adultos como Rinaldi, María Mazzarello, don Alassonati, o el noble príncipe Czartorisky.

Si hay algo que caracteriza la actitud de Don Bosco es la capacidad de encontrarse con cada uno singularmente: ¡no con el montón, con todos y ninguno a la vez! Esto les queda muy impreso a los que vivieron con él —como ejemplo, véase el testimonio de don Álbera, publicado en el mes de septiembre.

Los cambios sociales y culturales que comenzaban a afirmarse en el siglo XIX se han marcado mucho más. Entonces el joven se veía excluido porque huérfano, sin instrucción, explotado y desprotegido en trabajos inhumanos, mientras que hoy el joven queda paradojalmente abandonado a sí mismo con la ilusión de tener al alcance, fácil e inmediato, todo lo que se le ocurre, seducido por el consumismo. Muchas veces, y tristemente, sin padres aunque los tenga, porque éstos se convierten en cómplices ausentes, que renuncian a los deberes de la paternidad responsable.

“Un plan de vida cristiana que pueda mantenerlos alegres y contentos”
Estas palabras las dirige Don Bosco a los jóvenes, introduciendo en 1847 su primer librito dedicado completamente a ellos, La juventud instruida, como pequeño manual de lo que él entiende por educación. No es complacencia ingenua, ni mucho menos. Don Bosco apunta a la simplicidad pero, a la vez, apunta muy alto.

Para Don Bosco no es posible educar sin un explícito ambiente religioso de referencia que impregne la vida de los muchachos. En los detalles, es el de su tiempo. En ese ambiente son absolutamente irrenunciables la bondadosa paternidad de Dios, la mediación salvadora de Jesucristo, la vida espiritual de la gracia sostenida por los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía, la inserción en la Iglesia y la comunión visible con la misma mediante la adhesión al Papa, y las prácticas devotas, en especial hacia María. Todo enmarcado en un cuadro que abarque el recorrido completo de la vida humana, sin excluir la dolorosa presencia de la muerte. Y porque Don Bosco es muy concreto y práctico, no deja de lado los deberes del buen cristiano y sus frutos.

Que en esto Don Bosco sea exigente y apunte muy alto lo demuestran con evidencia las vidas de Savio, Magone y Besucco. En una de ellas, en particular, no renuncia a proponer sin reticencias como ideal educativo de sus obras la santidad de los muchachos: “Dios me quiere santo; yo puedo ser santo; yo quiero ser santo”, afirma Domingo Savio con clara determinación.

Se advierte la gran distancia conceptual y vivencial que nos separa de la propuesta de entonces: en las publicaciones de Don Bosco se percibe la “descristianización” de la sociedad y de las clases populares en su tiempo y, por eso, su empeño pastoral y educativo se orienta hacia la formación de “buenos cristianos y honestos ciudadanos”. En la sociedad de hoy, permisiva y sin valores unánimemente reconocidos, el desafío es ineludible: dejarnos arrastrar por la mentalidad “instalada” de que todo es igual, o definirse por la identidad cristiana, asumiendo el testimonio de la propia fe, que se hace visible no tanto en la declaración de los grandes principios sino en lo que se trasmite con el ejemplo y con la vida.

“Estos jóvenes necesitan una mano bienhechora que cuide de ellos”
La afirmación es de Don Bosco y se encuentra en el “plan de reglamento” esbozado en los comienzos de su obra. Sucesivamente irá redactando otros textos, persuadido de la utilidad de los mismos. De su lectura “resulta evidente que no se trata solo de un conjunto de normas funcionales para la buena marcha de las obras y para la fijación de roles y tareas. En el corazón de estos documentos Don Bosco pone algunas sustanciosas indicaciones que revelan la intención prevalentemente educativa de sus obras y las configuran como verdaderos ‘proyectos educativos y pastorales’”, comenta Aldo Giraudo en Don Bosco: escritos espirituales.

Entre las características de “proyección educativa y pastoral” se señalan como imprescindibles al menos las siguientes: necesidad de un ambiente sano —en todo proceso educativo los elementos negativos perjudican y comprometen los resultados—; clara y definida orientación de objetivos irrenunciables —no todo puede ser dejado al arbitrio de cada uno y a la improvisación—; acción convergente y complementaria —aportes cualitativamente diferenciados: la única “comunidad educativa” no ofrece una propuesta impersonal y anónima—; asimetría de la relación educador-educando —la cercanía a la realidad del joven no significa renuncia a la función de guía y maestro: ¡verdadero amigo y padre!—; crecer en la alteridad como personas autónomas —desarrollando la propia capacidad asociativa y protagónica para lograr una personalidad realmente libre y madura—.

También aquí son más que evidentes las diferencias de sensibilidad y de actitudes frente a la realidad que se vivía entonces: en el “siglo de las libertades”, como lo denomina Pedro Braido, Don Bosco se destaca como el “sacerdote de los jóvenes”, que se pone al servicio de ellos, sin renegar a las prerrogativas del sacerdote y del educador. Seguramente la apuesta mayor que se nos presenta hoy se orienta precisamente en esa misma dirección, demostrando con los hechos que somos capaces de entregarnos a los jóvenes sin despojarnos de la función y de la responsabilidad del verdadero educador.

En 1877, Don Bosco pone por escrito los rasgos esenciales del Sistema Preventivo y decide como algo normal que se publique juntamente con el Reglamento para las Casas de la Sociedad Salesiana. Los pilares de su “sistema” —razón, religión y amabilidad— postulan justamente que el encuentro entre jóvenes y educadores se fundamente en el encuentro con Dios, y que la pasión por los jóvenes les haga vislumbrar su capacidad de libertad y les ayude adecuadamente a cultivarla.

 

Por Juan Picca, sdb