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26 de agosto, 2016

Mano tendida de Dios para su gente

En agosto, mes de su nacimiento, recuperar la historia de Ceferino nos invita a no quedarnos indiferentes frente al sufrimiento de los que tenemos cerca.

En ambientes populares y rurales es muy frecuente pedir a los vecinos: “¿No me tiende una mano?”. Tender la mano es expresión de salir al encuentro, es entrar en contacto con el otro. Es sinónimo de “gauchada”, de favor, de ayuda gratuita. Es ser capaz de ponerse en el lugar del que está pasando una situación difícil y ayudarlo.

De estas experiencias nos cuentan los peregrinos que llegan a Chimpay, tierra de Ceferino Namuncurá, que en agosto se viste de fiesta para celebrar a este fruto de la Patagonia. En Chimpay nace Ceferino y vive toda su infancia, durante la cual, junto a su gente, sufre y sueña, lucha y se alegra. En este lugar pasará once años, durante los cuales incorporará toda la riqueza de la cultura de su gente. También en Chimpay sus padres don Manuel y doña Rosario Burgos lo acercan al bautismo, celebrado a sus dos años.

Irse lejos por los que están cerca

Ceferino, desde pequeño, asume y hace suyos los dolores y desafíos que tiene que vivir su familia y su comunidad. Como todo niño, encierra para los suyos horizontes de esperanza. A los once años toma una opción fundamental, que da sentido a toda su vida: “Papá, quiero estudiar para ser útil a mi gente”.

¿Qué lo llevo a dar ese paso? ¿Qué lo impulsó a formular con tanta claridad su proyecto? ¿Qué tocó su corazón de niño para formular esa propuesta? Cuentan los estudiosos que Ceferino lloraba frente a la miseria de sus hermanos. Sufría en carne propia la difícil situación de pobreza y miseria que golpeaba a los suyos. Junto a sus padres y a su gente aprende a preocuparse por todos.
Ceferino lloraba frente a la miseria de sus hermanos. Sufría en carne propia la difícil situación de pobreza y miseria que golpeaba a los suyos.

Ayudado por su fe, Ceferino emprende un camino que lo llevará lejos, pero para hacerse cargo de los que tenía cerca. En todo momento siente que no parte para evadirse, sino para prepararse, estudiar, ayudar y servir a sus hermanos.

Ceferino es mano tendida de Dios para su pueblo; “mi  gente”, como decía él. Es clara su capacidad de compasión. Es capaz de poner el corazón frente a la miseria y de compadecerse, como Jesús, frente a los pobres y abatidos. Este joven, con total libertad y entereza, se juega por lo que le dicta su corazón y lo que descubre como llamado. Ceferino es mano de Dios tendida a su pueblo porque desde pequeño, supo poner las manos en alto para llenarlas de vida, como toda su gente que, a la salida del sol, eleva las manos abiertas al cielo, para que las inunde de luz. Como niño, sus pequeñas manos supieron abrirse para ofrendar sus dones a la ñuque Mapu —“madre tierra”, en mapudungun—.

Ceferino es alivio en el camino

Ceferino es expresión del corazón misericordioso del Padre que no abandona a su pueblo, está atento y escucha el clamor de los pobres. Ceferino, como el samaritano del Evangelio, no mira para otro lado. Se detiene, se deja interpelar por el dolor de quienes lo rodean y se involucra. No se deja ganar por especulaciones o cálculos mezquinos. No se refugia en su poca edad o en la lejanía de los lugares de estudio. No busca que sean otros los que den una respuesta. Este niño no se deja vencer por el desaliento o la impotencia.
Son muchos quienes encuentran en Ceferino esa mano siempre tendida para dar ánimo en el camino, y frente a tanta desprotección encuentran en su poncho esa fuerza que devuelve el calor al corazón para seguir luchando por los sueños.

Por eso tantos peregrinos jóvenes llegan a su santuario, para poner en sus manos sueños y proyectos. Son muchos quienes encuentran en Ceferino ánimo para el camino. Son muchos los que llegan golpeados por la miseria, que sigue generando el egoísmo y la injusticia. Frente a tanta desprotección encuentran en el poncho de Ceferino esa fuerza que devuelve el calor al corazón, para seguir luchando por sus sueños. Ceferino es mano de Dios tendida para bendecir y dar una caricia de ternura a un pueblo sufriente. En Ceferino, Dios se acerca al corazón de las víctimas de tantas discriminaciones, que ocurren aún en nuestras comunidades cristianas. En Ceferino, Jesús sigue derramando aceite y vino en las heridas de nuestra gente; el aceite del consuelo, que escucha y acoge en silencio los gritos más profundos de muchos que, por Ceferino, abren su corazón a la misericordia de Dios. Es por medio de Ceferino que a muchos les llega el vino de la alegría, fruto de la acción del Espíritu Santo, que abraza y trasmite la fuerza del amor nuevo, que nace de la entrega de Jesús por todos.

Ceferino hoy nos sigue invitando a ser servidores de nuestra gente. Nos tiende su mano y nos ofrece su poncho, para que no seamos indiferentes ni miremos para otro lado. Nos enseña a involucrarnos para ser respuesta de Dios al dolor de tantos hermanos que permanecen al borde del camino, no por opción sino por el atropello de la injusticia y de la “cultura del descarte”. Recibir a Jesús en nuestras manos, y no comprometernos en la defensa de la vida de los más pobres, es desconocer el Evangelio.

Por Pedro Narambuena, sdb • redaccion@boletinsalesiano.com.ar

 
Hijo de Dios y hermano de todos

Ceferino Namuncurá nació el 26 de agosto de 1886 en Chimpay, una región situada en el Valle Medio del Río Negro, en la cual predominaban los asentamientos de pueblos originarios.

Su comunidad vivía momentos difíciles, y Ceferino advirtió que —de continuar las cosas así— se acercaba el momento de la disolución y desaparición de su pueblo. Por eso habló con su padre, el cacique Namuncurá, y decidió comenzar un camino de formación que lo llevó a la santidad y que hoy es ejemplo y luz para muchos.

En agosto de 1897, Ceferino inició su viaje a la capital de la cultura huinca, Buenos Aires. En un principio ingresó en los Talleres Nacionales de la Marina, pero al no sentirse a gusto y por consejo del ex presidente Luis Sáenz Peña, decidió concurrir al colegio salesiano Pío IX del barrio porteño de Almagro.

Uno de los aspectos en los que se destacó Ceferino fue el canto. Integró el coro del colegio, con una voz de soprano que le valió el premio “Digno de alabanza”. Este mismo galardón lo recibió Carlos Gardel, quien por esa misma época —año 1901— también frecuentó e integró el coro del colegio.

El beato Artémides Zatti estuvo dos años y algunos meses —desde enero de 1903 hasta julio de 1904— junto a Ceferino en el colegio San Francisco de Sales de Viedma. Ambos estaban tuberculosos y se encontraban bajo el cuidado del padre Evasio Garrone.

De esta enfermedad falleció Ceferino el 11 de mayo de 1905, en Roma.

Se encuentran en el Archivo Histórico cartas de gracias y favores atribuidas a Ceferino. Con mucha devoción la gente sencilla agradece por su salud y la de los que quieren.

Por Pamela Alarcón y Julieta Ferraggine • Archivo Histórico Salesiano