Las que conocieron a Don Bosco
Siempre me atrajeron las fronteras. Nací en Beinasco, un pueblo a las afueras de Turín, en 1849. De joven me las arreglaba para dedicar tiempo y cariño a los enfermos y a los más pobres en los tugurios que, como en todas partes, también había en mi pueblo.
Se ve que el aire de casa tenía algo especial. Dos de mis hermanos fueron sacerdotes, y una de mis hermanas y yo nos sentimos llamadas a la vida religiosa. Yo me sentía orientada a alguna orden de clausura, pero no me definía. Mi salud no era muy buena aunque en casa no me faltaba nada… y el tiempo pasaba.
Por esos caminos de la Providencia, resultó que mi párroco había sido compañero de seminario de Don Bosco, y un día del año 1874 él vino al pueblo para visitarlo y traerle una indulgencia que había obtenido de su amigo, el papa Pío IX. Me impactó su fidelidad a los amigos a pesar del tiempo transcurrido. Fue entonces que pude conocer a Don Bosco y preguntarle su opinión sobre mi vocación.
“Vos no sos para la clausura y no tenés mucha salud… —me dijo— ¡Andá a Mornese, allá están las Hijas de María Auxiliadora! Ahí vas a estar bien”. Y yo fui. La madre María Mazzarello me recibió con mucho cariño, pero yo no terminaba de sentirme bien. Entonces le escribí a Don Bosco, y él me contestó animándome a seguir la voz de Dios y prometiéndome su oración.
Su carta me llegó al corazón, era exigente y revelaba su confianza en mí. En ella me decía:
“1. No se va a la gloria sino a costa de gran fatiga.
2. No estamos solos, pues Jesús está con nosotros, y San Pablo dice que con la ayuda de Jesús nos volvemos omnipotentes.
3. Quien abandona patria, parientes y amigos y sigue al Divino Maestro ha asegurado en el cielo un tesoro que nadie podrá arrebatarle.
4. El gran premio preparado en el cielo nos ha de animar a soportar cualquier pena sobre la tierra.”
Se fueron todas mis dudas y emprendí la aventura. ¡El 24 de mayo de 1876 ya era religiosa!
Era feliz en Mornese. Me pusieron de maestra comunal, hice otras cosas, pero a mí me seguían tirando las fronteras y Dios me dio enseguida la oportunidad: ¡sonaba la hora de América! ¡Hacían falta misioneras para América! Yo no necesité pensar mucho para dar mi presente.
No sé cómo se pasó el tiempo tan rápido. Al comenzar enero de 1879 ya estábamos partiendo. Yo me iba con alegría y con temor porque el desafío era enorme: debía ser no sólo jefa de expedición, sino también la fundadora y directora de la casa de Buenos Aires, y como si esto fuera poco, ¡la inspectora de América! Pero aquellas palabras que me había escrito Don Bosco me daban confianza y me movían a superar una timidez que era natural en mí. ¿Cómo sería América?
La despedida fue difícil. Tanto mi superiora, María Mazzarello, como Don Bosco, vinieron hasta Génova y nos colmaron de bendiciones. Aquel día aprendí que la ternura no se pierde ni se esconde en la vida religiosa sino que se recibe, se nutre y se comparte. Y en ese momento, lejos de atarnos, esa ternura nos impulsaba a partir. Efectivamente Don Bosco, que como estaba enfermo no había ido hasta el puerto, desde aquel día se prometió a sí mismo despedirse de los misioneros quince días antes de la partida. Su corazón no soportaba la despedida.
Dios me regaló una gran carga, pero fue breve y Jesús estuvo siempre conmigo. En cuatro años estuve lista para el cielo y allá me fui para recibir ese tesoro que nadie podría arrebatarme… como Don Bosco me había dicho.
Por Ana María Fernández, fma
(Boletín Salesiano de Argentina, septiembre de 2013)