Un cólico me ha dejado en cama. Por la tarde, me acompañaron mis hermanos y, gracias a Dios, pude conversar con Don Cagliero. Siempre me jacté de mi salud de hierro para atender mis deberes, pero creo que mi cuerpo ha dicho “basta”; estoy cerca de mi partida definitiva. En el corazón me confortan las palabras que nos escribió nuestro padre Don Bosco cuando iniciamos la misión a estas tierras americanas: “No olvidemos, en las fatigas y en los sufrimientos, que nos espera un gran premio en el cielo. Amén.”
¡Ay, Don Bosco! Quizás debería haber cuidado mi salud y trabajar hasta donde lo permitieran mis fuerzas, como usted nos insistió. Porque ahora me duele abandonar mi misión. ¡La mies es mucha pero los operarios, pocos! Sin embargo, queridísimo Don Bosco, usted nos dio el testimonio de no escatimar esfuerzos cuando se trata de la salvación de las almas. ¡Y cuántas hay en esta ciudad! Valoré mucho más en este año y medio como capellán, su dedicación por nosotros en Valdocco, quitando horas de su descanso. Siempre me pregunté cómo podía dedicar su tiempo a escucharnos, administrar los sacramentos, dar clases, escribir y dedicarse a la Sociedad Salesiana, las fundaciones, las construcciones… Más me lo preguntaba aquí en Buenos Aires, donde me volví casi un ermitaño en mi piecita de la torre, casi sin tiempo para comer, culpable por no preparar bien mis predicaciones. ¡Si no habían pasado dos días cuando ya atendíamos a varios niños en el oratorio! ¡Qué buena voluntad tienen estos jóvenes para venir a estudiar y ser nuestros alumnos! Destinaba algunas horas de la noche para darles clases. Algunos de ellos manifestaban su deseo de hacerse de los nuestros. ¡Qué alegría! Si dispusiéramos de lugares para alojarlos… Nuestros hermanos italianos, ¡cuánta necesidad de acercarse al Señor! Padre Bosco, ¡cómo latían en mi corazón sus palabras de amar, profesar y predicar celosamente los sacramentos! Intenté ser un fiel hijo suyo y del Padre del cielo atendiendo confesiones, visitando enfermos, preparando a los sacramentos, acompañando las devociones populares…
Dios bendiga a Su Santidad, Pío IX, por los favores y privilegios que nos concedió y por su bendición para que seamos buena semilla en estos remotos confines de la tierra.
Este pobre campesino de Giusvalla se animó a acercarse a Turín con 23 años, sabiendo que allí admitían jóvenes mayores. Mi pobreza y los años sin estudiar me atemorizaron. Usted y tantos hermanos me sostuvieron, enseñaron, aconsejaron, acompañaron. Primero, para aceptarme; luego, para estudiar, profesar y ordenarme. ¡Cuánto deseé venir a esta tierra y qué honor ser uno de sus elegidos! Hoy no puedo responder aquello que nos preguntó entre lágrimas en la despedida en Valdocco: “¿Quién sabe si esta partida, si este poco, no será como la semilla que se convertirá en una gran planta?” Confío que sea así no por nuestros méritos, sino por gracia de Dios. Asimismo, confío que nos encontremos en el paraíso tal como usted, mi padre amadísimo, nos prometió.
Por Hernán Gutiérrez
(Boletín Salesiano de Argentina, 2012-2013)