15 de enero, 2015
Los buenos días
Decir “buenos días” es una de las primeras normas de educación que se aprende en el hogar. Es el saludo habitual que dirigimos a las personas con las que nos cruzamos, sobre todo familiares y amigos. En el ambiente salesiano, significa referirse a las palabras con las que un educador saluda a los alumnos o chicos de una obra antes de la oración, transmitiéndoles un buen pensamiento, haciendo una reflexión sobre un hecho del día anterior, profundizando sobre un valor que se quiere inculcar, proponiendo alguna meta a alcanzar o recordando una fiesta que se acerca.
Con el correr de los años, y teniendo en cuenta los cambios de los tiempos, los “buenos días” fueron variando para hacerlos, sobre todo, más interesantes para quienes los escuchan: niños, adolescentes y jóvenes, a quienes hoy les cuesta prescindir de los auriculares o del celular y estar concentrados en lo que oyen. De ahí que se echa mano a recursos como testimonios de otros compañeros o de personas comprometidas; proyección de algún video cuestionador; música y letra de alguna canción; narración de un cuento o fábula; o lectura de un texto breve de la Palabra, centro de referencia permanente de nuestros “buenos días”.
Se trata de unos minutos en los que, como agua mansa, la palabra del educador va calando en el corazón de los jóvenes. Se fueron transformando, por su eficacia educativa, en uno de los secretos más simpáticos de la pedagogía de Don Bosco para conseguir la buena marcha del oratorio y la conducta moral de sus chicos.
Pero no fue Don Bosco el iniciador de esta práctica. Fue, como de otras tantas iniciativas, su santa y analfabeta madre, Margarita. El hecho, narrado por Don Bosco en sus Memorias del Oratorio, sucedió una noche fría del mes de mayo de 1847 cuando, estando por ir a descansar, oyen golpear la puerta y aparece un joven huérfano de quince años, que pide que lo socorran luego de haber pasado el día en ayunas, con frío y empapado hasta los huesos. El corazón de la buena Margarita se conmueve ante ese rostro que delata orfandad, y le recuerda la hambruna que ella y sus hijos habían pasado hacía ya algunos años.
Juan advierte a su madre que ya han hecho una primera experiencia con resultado negativo, pues habían quedado sin algunas mantas y utensilios de cocina, llevados por los primeros muchachos a quienes dieron alojamiento. Pero Margarita, dejándose llevar por el impulso materno y confiando en la fuerza persuasiva de su consejo de madre, luego de ofrecer un plato de sopa humeante y pan, le prepara un lugar donde descansar en un colchón mullido de hojas de maíz, sobre el que tiende unas limpísimas sábanas y unas frazadas que den calor a quien, además, necesita cariño. Y antes de retirarse y desearle las “buenas noches”, le habla de que ellos también son pobres, y de que otros jóvenes les habían robado. Esperaban que él fuera distinto. El pobre muchacho, emocionado y agradecido, promete que no imitará esa conducta. Al contrario, confiesa que siempre fue honrado.
A la mañana siguiente, si bien Margarita había sido previsora echándole llave a la habitación, encuentra, felizmente durmiendo, a quien es considerado el primer interno del Oratorio de Valdocco. No se ha podido encontrar su nombre, pero sí sabemos que fue quien escuchó primero las “buenas noches” de la tradición salesiana, que hoy se han transformado en los “buenos días” o “buenas tardes” para miles de niños, adolescentes y jóvenes, y que son como los ladrillos con los que el Señor va construyendo el corazón del “honrado ciudadano y buen cristiano”.
Por Joaquín López Pedrosa, sdb