Me llamo Juana María Ferrero, aunque después de casarme con Juan Bautista comencé a usar su apellido, y así quizás me reconozcan como Juana María Rua. Madre de los tres hijos que he tenido, y de los cuatro que conforman también mi familia, hijos de mi esposo que quedó viudo tiempo atrás. Mi hijo menor es Miguel, Miguel Rua.
Como toda mujer, y madre de familia numerosa, podría contarles en este momento las más diversas anécdotas y experiencias cotidianas de lo que sucede en una casa con tantos niños y tanto por hacer. Podría detenerme también en la triste y dura experiencia de ser viuda, ya que el peligroso trabajo que mi esposo realizaba en la fábrica de armas se llevó su vida. Pero quiero compartir con ustedes lo que Dios tenía preparado para mí, para cuando ya entrada en años me animara a decir “sí”...
Todo comenzó cuando mi hijo Miguel se encontraba cursando su escuela primaria con los Hermanos Cristianos. En su escuela el confesor era el joven sacerdote Don Bosco, que sin duda se ganó desde un primer momento su corazón.
En un inicio yo no dejaba que Miguel fuese al Oratorio, pero sabía también que quería para mi hijo un destino distinto al de su padre y hermano, a quienes la fábrica de armas les quitó la vida muy temprano. Este sentimiento profundo me llevó a aceptar lo que mi hijo deseaba para su vida: ser parte de la familia de Don Bosco. A partir de 1852 fue interno, y allí se quedó para siempre.
Sé que Juan y Miguel hablaron de esto muchos años después de conocerse, sé que Don Bosco reconoció en mi hijo Miguel desde el comienzo a quien lo seguiría y con quien compartiría todo. Sé también que el Oratorio cambió el rumbo de la vida de mi hijo… y la mía también.
Y de mí les hablaré: soy una mujer y madre que vio a su hijo ser feliz en su sacerdocio entre los jóvenes, y que eligió estar allí en ese espacio, en ese lugar. En esos encuentros que sólo en el Oratorio se dan.
Llegué al Oratorio junto a Margarita, la mamá de Don Bosco, y otras mujeres más, para cuidar la vida de esos chicos sin familia a través de los gestos tan maternales que nosotras sabíamos dar.
Trabajé junto a Margarita durante varios años, donde nos reunían las camisetas, pantalones y medias que debíamos emparchar una y otra vez, los abundantes alimentos por preparar y lo cotidiano de la vida del Oratorio; hasta el 25 de noviembre de 1856, fecha en que Margarita nos deja.
Comenzó en ese momento una nueva etapa en mi vida. Allí sentí que ese lugar tan importante que Margarita, mi amiga, habitó durante tanto tiempo, no podía quedar vacío.
Los jóvenes del Oratorio pidieron que una mujer ocupe ese lugar, y hacia allí fui, estando ya entrada en años. Dejé mi casa para ir a vivir al humilde Oratorio de aquellos tiempos.
Me quedé continuando la labor de Margarita, sintiéndome profundamente querida por todos, pero particularmente por los aprendices, a los que siempre atendí con preferencia porque eran los más pobres e ignorantes en aquel momento.
Mi hijo por designio de Dios fue el primer sucesor de Don Bosco. En su proyecto, Dios quiso que yo, Juana María, fuera la primera mamá sucesora de Margarita en el Oratorio. Juan le propuso a Miguel el “vamos a medias”; Margarita y yo lo hicimos carne primero, entre cacerolas, camisas y zurcidos, rodeadas del cariño de quienes no tenían madre.
Me quedé en el Oratorio hasta el final de mis días, allá por junio de 1876.
Por Mariel Giordano
Publicado originalmente en el Boletín Salesiano de Argentina