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12 de enero, 2015

La alegre música de una vida

Hizo su promesa como Explorador de Don Bosco el año pasado, al cumplir noventa y nueve años de vida. Les dejo mi ‘tweet’”, es la manera ocurrente de llamar al consejo de pocas palabras que le deja a la comunidad de la capilla Sagrada Familia, al finalizar la misa que reza todos los domingos por la mañana. Cuatro horas ininterrumpidas son las que todos los sábados dedica a ofrecer el sacramento de la reconciliación en el santuario Sagrado Corazón, de San Justo. Una vez por mes, y desde 1978, se reúne con padres de exalumnos del colegio San Francisco de Sales, de Buenos Aires. Este mes el padre Santiago Herr celebra su cumpleaños: cien años colmados de energía y con un optimismo envidiable.

“Y mamá tuvo un lindo bebé”

“Nací entre Quemú Quemú y Colonia Barón. El 11 de mayo de 1914, mamá tuvo un lindo bebé, que al día siguiente quiso que lo bautizaran como ‘Santiago’. Hicieron un viaje como de quince kilómetros hasta donde había un sacerdote: alemán, salesiano, mandado para atender las colonias alemanas de La Pampa. Me contaron que mi madre me dio un beso y dijo: ‘este sí es el templo de Dios’. Y alguna vez, con picardía, lo usaba cuando me portaba mal: ‘yo que decía que eras el templo de Dios... ¡mirá lo que sos ahora!’”, comenta el padre Santiago entre risas.

Es el menor de seis hermanos, de los cuales tres fallecieron muy pequeños. De los dos mayores, uno es Juan, que fue sacerdote, y el otro Alejandro. “Cuando cumplí cincuenta años de sacerdocio, casi se llenó la fiesta con la parentela. Recuerdo que dije: ‘Mirá lo que pasó en la familia: Juan, sacerdote; Santiago, sacerdote... ¡menos mal que Alejandro no hizo lo mismo!’. Hermosa familia la de mi hermano, con cinco hijos. Una es religiosa, la hermana Clarita, de María Auxiliadora. Dieciocho nietos tiene mi hermano, de modo que somos muchos”.

En los momentos difíciles, el recuerdo de su familia fue muy importante: “Tuve siempre el ejemplo lindo de su piedad, de sus valores, de su trabajo. Por eso es un honor llevar ese apellido. Alguna vez, cuando los alumnos me hacían alguna burla, yo les decía ‘¡no se olviden muchachos que mi apellido es Herr, que en alemán quiere señor!’... ¡Se quedaban todos fríos!”, cuenta divertido. “Haber tenido los padres así como yo los tuve... me acuerdo que mi padre no demostraba mucho sus sentimientos. Cuando salía de vacaciones del seminario pasaba un mes con mi familia. Y cuando me iba, mi padre me daba la bendición, y algún consejo. Una vez me quiso dar la bendición... y el no quería que se le manifestaran las lágrimas. Pero le brotaron lágrimas. Y se dio media vuelta y se fue”.



La vocación crece en el colegio

Cuenta que el ambiente cristiano de su casa fue la semilla para luego pensar el ser religioso. “A pesar de vivir en el campo, jamás faltábamos a la misa de los domingos. Desde que tengo uso de razón. En el viaje se comentaba el Evangelio. Rezábamos a la mañana, y antes de comer. A la noche nos despedíamos con el saludo ‘Alabado sea Jesucristo’, en alemán. Y nos íbamos a acostar”.

“Me daba cuenta que los sacerdotes que trabajaban en el colegio estaban siempre a nuestra disposición. Uno podía charlar con ellos. Esa vida comenzó a gustarme”.



 

Sin embargo, su primera vocación fue la docencia: “Primero sentí ganas de ser maestro, por verlo a mi maestro de primer grado y también al de segundo, que era un salesiano coadjutor”. Ingresó como pupilo en el colegio salesiano de General Acha, y allí quedó encantado con el ambiente de alegría. “Había mucha seriedad en las clases, ¡pero en el patio no! Empecé una vida linda. Me daba cuenta que todos esos sacerdotes que trabajaban en el colegio estaban siempre a nuestra disposición. Uno podía charlar con ellos. Esa vida comenzó a gustarme. No tanto por la vocación... ¡me gustaba nomás!”.

Contemplando a su hermano en el seminario comenzó a interrogarse más fuertemente sobre la vida sacerdotal. “Seguramente eso influyó”, piensa. “Recuerdo que papá y mamá charlaron largo rato bajo un sauce que teníamos ahí en el campo, aprovechando el poco de fresco de la sombra, y cuando terminaron la conversación, mi papá me llamó y me dijo: ‘Tu mamá me dice que querés ir al seminario. Yo no tengo ningún inconveniente. Vas. Pero vas. Si no te gusta te volvés, pero si te gusta te quedás’. Bueno, se ve que me gustó, ¿no? —concluye con gusto, y agrega— En el seminario desarrollé la iniciativa de ser maestro, de hacer trabajo social, de estar a favor de los demás, de ver qué podemos hacer por el prójimo”.

“Papá me dijo: ‘Me dicen que querés ir al seminario. Yo no tengo ningún inconveniente. Vas. Pero vas. Si no te gusta te volvés, pero si te gusta te quedás’”.



En el seminario, a fines de los años veinte, comenzó a desarrollar su pasión por la educación, principalmente a través del teatro y de la música. Esa fue su herramienta para desarrollarse como salesiano a la luz del sistema preventivo, ya como sacerdote en las diferentes obras por las que pasó. “El trabajo del teatro no era una cosa tan formal como era la clase. Se intercalaban conversaciones. Cuando los muchachos me saludan, recuerdan siempre las obras de teatro y los coros. ‘¡Usted nos ha enseñado que nos escuchara la última mitad del teatro!’, me decían años más tarde. Lo demás pasó desapercibido, no pasó tanto por lado del sermón...  Hacíamos paseos de todo el día a algún lugar, y yo llevaba el acordeón. Jugaban, y al rato… a cantar. El contagio más lindo es el de la música. Era una maravilla ver cómo todos los chicos querían probar si era pesado el acordeón. Y me he dado cuenta ahora lo pesado que es, cuando me lo quiero poner, ¡yo que lo llevaba horas enteras!”

No todas fueron rosas

Durante muchos años, el padre Santiago sintió molestias estomacales de las que los médicos no detectaban la causa. “Años más tarde apareció ese aparatito que es como una culebra, que saca fotografías del intestino. A principios de diciembre de 1993 se declaró el cáncer —relata Santiago— Me operaron enseguida. Salió bien, estuve como seis meses de convalecencia. Ahora van de esto veintiún años, gracias a que el doctor hizo las cosas muy bien. El organismo fue mejorando por el tratamiento y por las compañías que yo tengo”.

El momento de la enfermedad fue una prueba que le quedó grabada a fuego, de la que no fue fácil sobreponerse. Pero, como él mismo asegura, en su familia y en la propia comunidad de salesianos, en la confianza con el superior y los hermanos, encontró el refugio y el amparo que lo ayudaron a salir adelante. “Las pruebas llegan a todos... A ustedes jóvenes también —enfatiza— Hay algunos momentos en que uno tiene que tomar una decisión, y tiene que hacerlo con firmeza. Se nos inculcaba a todos en la formación la devoción a la Virgen, y la presencia de Dios en uno. En aquel entonces casi todos los colegios tenían muchos cartelitos que decían ‘Dios me ve’. Esa presencia constante de Dios... está por todas partes, está donde yo estoy, me está contemplando, está en la comunidad para ayudarme...”.

La alegría de ofrecer reconciliación

Consultado sobre la reconciliación, dice que “es algo que en mi vida practiqué poco. Porque en la docencia no se da tanto. Pero desde hace unos años, desde que estoy aquí en el santuario, que veo la importancia que tiene. Y entré, hace pocos años, a tener un gusto espiritual que supera todo cansancio. Ahora las confesiones se comienzan, digamos, no con tanta religiosidad: un ‘Hola, ¿cómo te va? Sentate. ¿Cómo te llamas, qué te pasa?’. La gente empieza a hablar de sus problemas... del pecado. Hay que tener las ganas de escuchar. Eso es una gracia. Hace poco entraba uno con la cara toda larga... ¡y al rato salía contento! La que cuidaba la puerta me decía: ‘¿Qué pasa que todos salen contentos?’ Yo le decía que era por el sacramento”.

“La conversación más insignificante puede encerrar algún mensaje, alguna manera por la cual Dios te dice que te quiere”.



Son muchas las horas que el padre Santiago dedica a escuchar a los fieles: “La conversación más insignificante puede encerrar algún mensaje, alguna manera por la cual Dios te dice que te quiere.

En mi caso, de caminar de aquí a la Iglesia, y estar tres horas ahí, no siento ningún cansancio. ¡Eso es un misterio para mí, porque ya no estoy para hacer esos esfuerzos!”.

Sobre la vocación

“Yo creo que ellos se sienten atraídos a esto —comenta cuando le preguntan sobre los llamados vocacionales de los jóvenes a la vida religiosa— Pero la vocación es como el amor en el matrimonio. Hay que cultivarla todos los días, darle riego, quitar las malezas. Todos los días algo.  Un matrimonio llevaba cincuenta años de casados. Le preguntaron al marido cómo es que llegaron, y él decía ‘mi suegro me regaló un reloj y me dijo: decile todos los días a Margarita una linda palabra. Y así, diciendo todos los días una linda palabra, ¡mirá como llegué a los cincuenta años!’. Cada día un pensamiento que nos anime, que nos alegre, para continuar en la vocación. Y no desanimarse. Las dificultades van a estar”. Y aclara: “Otra cosa muy importante es tener confianza con el superior. Me acuerdo que Don Bosco decía, ‘ser un libro abierto al superior’. Eso lo exigía Don Bosco, para poder orientar las vocaciones”.

“La vocación es como el amor en el matrimonio. Hay que cultivarla todos los días, darle riego, quitar las malezas. Todos los días algo”.



¿Qué le agradece Santiago a Dios?

“Yo tengo una oración con las cosas para agradecerle a Dios. Afortunadamente, la existencia de Dios, la presencia de Dios, está clara. No se puede llegar a esta edad si no... y tener una conversación como la estamos teniendo nosotros ahora, con cierta lógica, con cierto sentido. Además, el sacerdocio que uno ha tenido, los sacramentos, la Palabra de Dios. La música y el teatro, con que uno ha entretenido a los muchachos. Y digamos sí, la montaña de amigos que uno ha sembrado a lo largo de la vida. Todo eso a uno lo ha sostenido en las dificultades, y continuar hasta ahora, ¿no? Setenta y tres años de sacerdocio, ochenta y dos que soy salesiano, y cien de vida...”.

 

Por Juan José Chiappetti