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05 de junio, 2017

¿El gran ausente?

El misterio del Espíritu Santo


Lo mencionamos al hacer una señal de la Cruz.Aparece en la tercera parte del Credo.También nos ocupamos deÉl cuando nos preparamos para la confirmación. A veces lo mencionamos al comienzo de alguna reunión importante o asamblea para pedir su asistencia. Y paremos de contar: el Espíritu Santo es el gran ausente de nuestra espiritualidad.
¿Por qué este olvido?

A través del Espíritu Santo conocemos a Jesús: “Él tomará de lo mío y se los dará a conocer” (Juan 16, 14). Y es el camino para llegar al Padre: “Por Jesucristo, en el Espíritu Santo”.Los padres de la Iglesia han insistido que todo esto pasa porque el Espíritu, como el aire o la luz,nos permite “ver” a Dios. Como el vidrio a través del cual miramos las cosas, que es necesario que sea transparente.Y que al permitir ver, se hace invisible. El Padre y el Hijo se hacen objeto de nuestra adoración y nuestra fe, mientras que el Espíritu es menos “objetivable”.

Sabemos que el Espíritu es una persona de la Trinidad, pero todas sus imágenes son impersonales: la paloma, el fuego. Su acción misteriosa es como el viento, que “no sabes de dónde viene ni adónde va” (Juan 3, 8). Forma parte del gran misterio de la Trinidad, donde afirmamos la unidad entre el Padre al que nos encaminamos pero que nunca hemos visto, el Hijo que se ha encarnado por nosotros y el Espíritu que no podemos ni siquiera imaginar.
“Volveré a ustedes”

Todo esto explica que en nuestras comunidades haya una gran ausencia, al menos psicológica,  de esta presencia tan importante. Cuando recorremos los Hechos de los apóstoles, donde la Iglesia es protagonista, todo nos habla del Espíritu Santo. No se puede entender la acción de Pablo o de Bernabé, de Pedro o de Juan, sin la acción real e histórica del Espíritu de Dios. Es la promesa de Jesús: “No los dejaré huérfanos; volveré a ustedes” (Juan 14, 18).

Por eso en el siglo XX las iglesias cristianas han vivido un resurgimiento de la acción del Espíritu Santo que inaugura este tercer milenio de la fe. El movimiento pentecostal ha llenado de vida las antiguas iglesias de la Reforma. Lo vemos en el resurgir vigoroso de la evangelización cristiana en nuestras barriadas populares.

La lectura frecuente de la Biblia por parte de las comunidades evangélicas es producto de la fe en la “inspiración” del Espíritu Santo. La “letra” necesita del “espíritu” para ser Palabra de Dios y para convertir los corazones. Y junto con la experiencia del Espíritu se encuentran los otros fenómenos pentecostales de las primeras comunidades: la oración en lenguas, el discernimiento de los carismas, la sanación y el impulso vigoroso para una nueva evangelización.
No se puede entender la acción de Pablo o de Bernabé, de Pedro o de Juan, sin la acción real e histórica del Espíritu de Dios.

Una invitación a todos

Por eso el papa Francisco invita a todos a abrirse con un nuevo impulso a la gracia del Espíritu.Es verdad, nos dice, que uno siente una especie de vértigocuando uno se deja llevar por él. A sacerdotes y fieles tradicionales les resulta extraño participar del movimiento pentecostal católico. Pero sólo es un poco de miedo de abandonarse al poder del Espíritu, que no sabemos adónde nos va a llevar. San Pablo nos dice: “Probar todo y quedarse con lo bueno”(1 Tesalonicenses 5, 21).

Así como el movimiento mariano, de raíz popular, le ha dado a nuestras comunidades una apertura grande a la Iglesia como madre y responsable del cuidado de todos, y ha colaborado a liberarse de una visión demasiado individualista de la fe, el movimiento pentecostal nos ayuda a vivir una “mística cristiana” en nuestras comunidades.

Muchas veces nos quejamos de la escasa espiritualidad de nuestros grupos, de la horizontalidad de nuestros proyectos, de nuestra exclusiva preocupación social y moralizante:con esta experiencia de un nuevo Pentecostés se nos abren muchas puertas de crecimiento.
La experiencia de Pentecostés no se da de una vez y para siempre. Se renueva en la Iglesia y es una experiencia también personal.

Renovarnos en el Espíritu

Cuando el Papa habla del “bautismo en el Espíritu” no nos dice nada raro. La experiencia de Pentecostés no se da de una vez y para siempre. Se renueva en la Iglesia y es una experiencia también personal. En algún seminario de vida, en el grupo de oración o en alguna misa carismática, uno puede recibir gracias especiales que iluminan la fe, o una fuerza para la acción o la alegría que se necesita en esta Iglesia “en salida”.  A esa experiencia espiritual que nos cambia y nos transforma la llamamos “bautismo en el Espíritu”. Hay que desearla y esperarla como los apóstoles el día de Pentecostés.

La Iglesia de este tercer milenio tiene un gran desafío: por un lado, llevar la fe a un mundo que ha cambiado mucho y necesita del anuncio evangélico y, por otro lado, el intento renovado de mostrar la unidad de las iglesias y de los creyentes. Es un desafío demasiado grande para la Iglesia católica. Por eso ella también espera de la obra del Espíritu que mueve todos los corazones para que esta renovación espiritual llegue a nuestras comunidades y ayude a vivir nuestra fe con otra profundidad, con mayor identidad y con mayor testimonio.

Por Enrique Lapadula, sdb

Boletín Salesiano, junio 2017