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10 de abril, 2018

De todas partes

Numerosos inmigrantes dedican tiempo y trabajo al servicio de chicos y jóvenes. Cuatro historias de personas que, entre los salesianos, se sintieron en casa aún lejos de su tierra natal.


“Para Dios no hay fronteras”
Patricia, de Paraguay, vive en Argentina hace 20 años.
Colabora en la obra salesiana San Juan Evangelista de La Boca, Ciudad de Buenos Aires.
“Por medio de la Virgen de Caacupé entré al San Juan. Porque encontré un grupo de compatriotas míos devotos de la Virgen que estaban ayudando a levantar la capilla. Como en Paraguay yo había sido catequista y en la parroquia necesitaban, comencé dando una mano en la catequesis. Ahora además animamos el oratorio en la capilla ‘Madre de la esperanza’.
Desde el principio fue una experiencia muy linda, porque para un extranjero poder hacer cosas naturales, como si fuera en su país, es genial. Te hace sentir como en casa.
El San Juan Evangelista es una puerta muy importante al barrio, y tiene una historia grande con los inmigrantes, en primer lugar con los italianos. Y después con nosotros los latinoamericanos, peruanos, paraguayos, bolivianos. Hay muchísimos compatriotas que van a la escuela de la obra salesiana.
Es bueno que otras personas quieran dar una mano. Que el mismo migrante que se siente afuera de esto, sepa que somos todos hermanos y que para Dios no hay fronteras, como me lo demostraron cuando me recibieron acá”.

“Le agradezco a Dios que me trajo hasta acá”
Romina, nacida en Buenos Aires, vivió desde los dos años en Bolivia.
Hace cuatro que vive en la ciudad de Salta, donde colabora en la obra salesiana.
“Vengo de Bolivia, pero nací en Buenos Aires. A los dos años me fui a vivir a Cochabamba. Y hace cuatro años volví, a Salta. Es muy parecido a Cochabamba. Acá mi mamá se armó un taller de costura y comenzamos con ese emprendimiento. En Bolivia somos muy devotos de la Virgen de Urkupiña, esa devoción la traigo también e intento aportarla.
Acá parece que todos se conocen, que todos son amigos, hermanos. Se siente como una verdadera familia, una familia bastante grande. Le tengo que agradecer a Dios, el me trajo acá y me hizo conocer a toda esta gente, conocer todo este movimiento y ser parte de esto”.

“Desde el principio me sentí en casa”
Lidia, de Paraguay, llegó a la Argentina en 1987.
Es “mamá Margarita” en la obra salesiana Jesús Buen Pastor, de Isidro Casanova, Buenos Aires.
“No fui una mujer golpeada, pero vivía en una situación muy fea con el papá de mi hijo. Entonces un día mi hermana, que ya estaba acá en Buenos Aires, me dijo: ‘¿Por qué no te vas allá?’.
Eso fue hace treinta años. Gracias a Dios enseguida conseguí trabajo y así empecé. Desde el primer momento que llegué acá me gustó este país. Tuve hijos, luchando hice mi primera casita.
Cuando llegué me puse en contacto con una señora del barrio con la que hicimos una capilla, San José. La fuimos levantando nosotros, primero con maderitas. Me tuve que subir y techar el último tramo del techo con una chapa, la pintamos de cal y blanco. En este barrio éramos muchos paraguayos. Y los paraguayos son muy devotos. Lo primero que se hace en un barrio es dejar un lugar para una capilla.
Yo me sentía muy sostenida por los salesianos, especialmente por los padres Roberto Musante y Carlos Barbero. El padre un día me invitó a cocinar para los pibes. Y fue así que yo me integré. Primero cocinando a los pibes, y luego como referente de la capilla.
Desde el principio me sentí en mi casa, con personas que me escuchaban, que me daban lugar para opinar. Me identifico con la figura de Mamá Margarita. Hay chicos que me dicen “tía” o “mamá”. Te dan más fuerzas para seguir adelante. Hace 27 años que estoy acá, y más de 15 haciendo lo que hacía mamá Margarita. Me emociona mucho que el último día de un encuentro o convivencia te llamen y te agradezcan por la rica comida”.

“Quiero que mi hija tenga una vida mejor”
Ximena, de Bolivia. Llegó a Caleta Olivia en 2006 y colabora en la parroquia Virgen del Valle.
“Vine sola en 2006. Y un año y medio después traje a mi hija, porque le tocaba arrancar primer grado. Mis papás no saben leer ni escribir. Entonces no quise que se quede allá, porque ellos no iban a poder ayudarla. No es fácil tomar una decisión así. Uno no quiere dejar sus costumbres, su familia. Menos dejar a mi nena.
Llegué directamente a Caleta. Tenía a mis hermanos acá.Vivía cerca de donde ahora está la iglesia de la colectividad boliviana. En ese momento recién estaban echando los cimientos. Habían traído dos imágenes de la Vírgen de Urkupiña y de Copacabana desde Bolivia. Allá trabajaba en la catequesis. Cuando llegué a Caleta pregunté si había iglesia, si se celebraba misa, como en Bolivia. Y ahí me dijeron que Virgen del Valle era la parroquia más cercana. Un día me animé y fui.
A mí me daba miedo hablarles a los argentinos o ir a la iglesia con ellos. Pero ahí empecé a abrirme, a hablarle a la gente que organizaba. Así me fui metiendo con los salesianos. Conocí al padre Enrique Romani, me presenté como catequista. Algunos papás de la comunidad boliviana me preguntaron si no podía preparar a los hijos para la comunión. Le consulté al padre “Quique” y le pareció bárbaro. Me alentó y me apoyó para empezar y seguir.En la obra salesiana, gracias a Dios,siempre me apoyaron sin pedirme nada a cambio. Siempre respetaron mis costumbres.
En Bolivia hay trabajo, pero para sobrevivir. Acá si uno tiene ganas, valentía y fuerza, hay trabajo, gracias a la generosidad de mucha gente que nos abre la puerta sin desconfianza y sin discriminación. Mucha gente de mi barrio, de mi comunidad, está muy agradecida. Porque todos traemos ese sueño de darle algo mejor a nuestras familias”.

Por Juan José Chiappetti • redaccion@boletinsalesiano.com.ar
Boletín Salesiano, abril 2018