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28 de enero, 2016

Cara a cara

Repasamos aquellos gestos y lugares que son característicos de toda obra salesiana, que nos hacen sentir en la casa de Don Bosco. Este mes, la capilla.

Las casas salesianas son todas muy similares, en especial las que se construyeron entre fines del 1800 y mediados del 1900: el patio en el centro, las galerías a los costados que llevan a las aulas, al comedor o al taller… y la capilla. Todos los que pasaron por una obra de Don Bosco recuerdan esta distribución del espacio.

Cada capilla tiene su encanto particular. Son pequeñas e invitan al recogimiento, a vivir un tiempo personal con Dios. Allí, siendo niños, aprendimos las primeras lecciones del catecismo o nos explicaron los implementos de la liturgia. Como alumnos, durante los años de escuela, podíamos acercarnos en el recreo para recibir la Comunión. O acudíamos a pedirle a Dios “una manito” para aprobar un examen. En la capilla teníamos las misas de curso. Y también rezamos la última del secundario.

Si fuimos parte de un grupo juvenil, la capilla siempre nos congregó para encontrarnos, ya sea entre los animadores o con la patrulla de exploradores. Mientras en los grandes templos nos juntábamos para las fiestas multitudinarias, en la capilla todo era más tranquilo, más íntimo, más del grupo, más de uno mismo. Y es a la capilla donde volvemos, ya grandes, y nos quedamos solos, en silencio, tal vez buscando aún más silencio.

El espacio donde está la capilla dice mucho de la casa, de la obra. Algunas conforman un lugar cálido, pequeño, que a pesar de estar en medio de una ciudad y un patio, puede tener naturaleza: tierra, flores, madera; muchas veces con ventanales que dejan traslucir la luz del atardecer. A veces, es difícil ubicar la capilla en un lugar silencioso o recogido, y sin embargo se aprovecha su ubicación para tomar contacto con todas las otras realidades de la espiritualidad salesiana. Un patio cerca, el ruido de los chicos... para la obra salesiana el recorrido es de la calle al patio y del patio a la capilla.

También están las capillas que no se encuentran en el interior de un edificio sino que conforman el espacio central de la obra. En los barrios de los cordones urbanos o en los pueblos más alejados, la capilla es el lugar, punto de encuentro entre todos los que forman la comunidad, donde se reúne y convoca. Un eje espacial concreto, planificador de actividades pastorales y evangelizadoras.

Tanto en uno como en otro “estilo”, la capilla, por tanto, reúne una doble particularidad: por un lado nos ayuda a reconocernos como comunidad y por otro nos brinda el espacio de interpelarnos cara a cara con Jesús.

Las hay más grandes o más pequeñas, muchas terminadas sólo con cemento a revoque fino, algunas con revestimiento de ladrillos, otras con madera. Con bancos largos, con sillas o hasta las hay sólo con algún almohadón. O sin asientos. También están las que pintaron todos los que formaban la comunidad, o aquella a la que el artista del barrio o del pueblo dedicó todo su arte. Pero en todas, el centro —lo importante— es la presencia cercana de un Dios que nos habla en el silencio y en la sencillez. Nos habla en forma íntima. Nos habla de frente. Quedamos expuestos. Es un lugar de diálogo con Dios, de súplicas, pedidos, agradecimientos; gratos encuentros y llantos profundos. Un espacio donde “descansarnos de tanto viaje”.

Los detalles cuidados y elegidos en las capillas nos ayudan a conectar y a encontrarnos. A veces unas plantas, o simplemente la luz nos conectan corporalmente. Están hechas con dedicación e invitan a quedarse y descansar, pero a descansar en la ternura de un Dios que nos habla cara a cara y con dulzura.

Por Roberto Monarca • redaccion@boletinsalesiano.com.ar