19 de abril, 2015
Cambiar tus noches para siempre
Reconocido especialista en temas de familia, Miguel Espeche brindó una conferencia para padres de familia en la obra salesiana de León XIII, del barrio porteño de Palermo. Allí este licenciado en psicología y psicoterapeuta clínico brindó elementos para repasar la función paterna en tiempos donde la demanda y el consumo son moneda corriente también en las relaciones de familia. Además de numerosas charlas y talleres brindados a lo largo de toda la Argentina, desde 1997 Espeche coordina el Programa de Salud Mental del hospital Pirovano, de la ciudad de Buenos Aires. Entre los talleres que incluye el programa, funciona el “Sindicato para Padres”, en cuya experiencia se basan parte de los conceptos que desarrolla a continuación.
Dónde nos situamos
Muchos padres están ocupados y también preocupados con su propia función, no sólo con lo que tienen que hacer sino
desde dónde “plantarse” para hacerlo. Porque ser padres sigue siendo una vocación muy profunda: nos seguimos reproduciendo como especie, algo bueno debe tener.
Esta preocupación puede ser auspiciosa, ya que desde hace treinta o cuarenta años la función paterna aparece muy hostigada. Recién ahora está saliendo de una especie de
knock out que tuvo en la década del setenta. Se llegó a hablar de “eliminar al padre” como una especie de
horizontalización de la crianza, por creer que cualquier poder era en sí mismo autoritario. El poder pareció diluirse, al usarse como sinónimo de “autoritarismo”. Entonces en los hogares se pretendió evitar todo tipo de poder, porque “significaba” dañar a los niños, reprimirlos. Pero más que diluir los términos se los terminó invirtiendo. Como dice un papá:
“Antes me retaban mis padres, ahora me retan mis hijos”.
Dar y no dar
Nuestra tarea como padres es otorgarles a los chicos instrumentos para que ellos construyan su propia felicidad. Hay una enorme culpa por temor a no “hacer felices” a los hijos. “Frustrarlos” aparece como algo negativo, el mayor pecado en nuestra sociedad de consumo. La tanda televisiva, que educa pero mal, compite permanentemente con el deseo de los padres. Y gana: vos sos un mal padre porque no le comprás tal cosa al chico.
Frente a este panorama, los que no se dan por vencidos, y dicen “¡hay que enfrentar a los chicos!”, parecerían ser los fanáticos. Porque vos estás ahí... y está tu tía Clotilde que le da un chocolate antes de la cena, pero también el que te dice
“mano dura, porque en mi época...”. Entonces se compite contra la sociedad de consumo, contra un pasado idealizado y contra nuestros vecinos, “Los Flanders”, que hacen todo bien mientras nosotros somos un desastre.
Ante esta ansia permanente de consumo, debemos comprender que
no estamos para satisfacer la “necesidad” voraz de cosas que tienen los hijos. Si no podemos ir de vacaciones porque no nos alcanza la plata, no tendría que ser un problema, aunque el chico llore.
¡Detente, miedo!
Se dice que lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo. Muchas veces formamos una vivencia de temor permanente, que hace sentir que el mundo es poco hospitalario, y que la función como padre pasa por evitar que los chicos se mueran, más que por promover su vida, el estudio, el gozo y el amor. Pero la ideología del miedo no merece gobernarnos: si llevamos la ideología del miedo hasta las últimas consecuencias,
para que algo malo no suceda lo único que nos salva es no nacer. Esto no significa ser imprudentes o suicidas, la prudencia no tiene que ver con el miedo, sino con la inteligencia.
Ante el miedo, es necesario confiar en nuestros recursos. Porque así los chicos afrontan su propia vida con confianza. Y saben que si vienen las dificultades habrá recursos: la valentía, la fe, las ganas, el gozo, la inteligencia, la comunidad, la familia como una trama de afecto con la cual contamos —siempre parcialmente, porque nunca se va a dar con toda la familia—.
Gozar del ser adultos
Junto a esto es muy importante que los padres tengamos alguna ventana al gozo por la vida, porque
es desde allí que a los chicos les dan ganas de crecer. Si no hay “tierra prometida”, los chicos se quedan adorando becerros de oro. La tierra prometida son los padres. ¿Qué cosa de los padres? Que sintamos que la vida tiene sentido, que es buena, más allá de cualquier problemática. Llegados a la adolescencia, no es descabellado que los chicos tomen esta iniciativa: “
Vivamos ahora que después cuando crecés te transformás en un ‘zombi’: mirá a tus padres, ¡se termina la vida!”. Es como una bajada de línea cultural que dice que la función paterna atenta contra el gozo de los padres por la vida.
Nosotros tenemos una vida, además de tener un chico: saber conjugar la relación entre esta vida de plenitud profesional, de valores espirituales, de encontrarle sentido a las dificultades, de sexualidad en la pareja, nos hace bien a nosotros, y les hace bien a los chicos.
Cuando nos ven llevar una vida digna notan que la misma tiene sentido. Esto pareciera poner la responsabilidad del lado de los padres, pero es al revés, porque nuestros hijos nos ofrecen la oportunidad de que tenga sentido nuestra aspiración de estar contentos y plenos.
Comprendiendo esto, accedemos a una paternidad más gozosa, a la idea de que ser padre no compite con el hecho de ser hombre y ser mujer, que nuestra adultez no queda sojuzgada por una función ingrata, sino que es una función bendita, sobre todo cuando sabemos aclarar los roles: el padre es padre, el hijo es hijo y la abuela es la abuela.
Bien para padres e hijos
Los chicos son muy leales con sus padres, aunque a veces no parezca. Si ellos piensan que tienen que hacer algo para que sus padres sean felices, lo van a hacer. Cuando ven que no ocurre, ahí empiezan a hacer cosas raras y aparecen ciertos problemas de conducta: se sienten responsables por la cara larga que a veces tienen los adultos. Por eso, si por ejemplo tenemos problemas de pareja, debemos tratar de arreglarlos: tenemos que jugar con los de nuestro nivel. En general, cuando cargás con una cruz, el chico cree que él es esa cruz. Una frase que acuñamos en los talleres del hospital Pirovano dice que “
lo que es bueno para los padres, es bueno para los hijos”. Todo lo contrario a esa paternidad entendida como sacrificio y que genera deudas en los chicos —una deuda impagable, porque aparte no corresponde—.
Y para esto es importante el ejercicio de la autoridad en el hogar, ordenando nuestra casa según nuestro criterio, y así poder vivir más confortablemente; al vivir más tranquilos, nuestro rostro se distiende y esboza una sonrisa. En cambio, cuando vemos que los chicos están devorados por la jungla, y no logramos marcar la cancha, la paternidad se torna sufriente y queremos irnos a trabajar porque no tenemos recursos para ejercer la autoridad, por aquello de no ser autoritarios y de que es mejor ser amigos de nuestros hijos.
Pero no hay que ser amigos de los hijos, ni tampoco hay que “necesitar” a nuestros hijos: el amor no tiene nada que ver con la necesidad; el amor tiene que ver con la abundancia, no con la carencia. Porque cuando uno “necesita” a sus hijos, los soborna con tal de tener su sonrisa, porque si ellos nos retan y nos dicen “no te quiero más” sentimos que el mundo se derrumba porque no tenemos otra fuente de amor. No hay que dramatizar tanto si nos dicen “no te quiero más”. Porque “si no te tengo más” a vos, hijo, te muestro que también tengo a tu mamá, tengo el trabajo, veo el partido; te quiero mucho, pero no “te necesito”. Entonces, el chico ve como su poder se derrumba y se ubica en su lugar de hijo, y no como el extorsionador de sus padres.
Y a ellos les hace bien tener padres bien plantados, les hace bien obedecer, les hace bien sentir que los padres no tienen miedo de ser padres.
Siempre me miran raro cuando digo esto de no necesitar a los hijos: ¡cómo los vamos a necesitar, si vivimos tantos años sin ellos! Yo
tuve ganas de tenerlos, quise tenerlos, que es distinto.
Si confiamos en nuestra propia paternidad, por añadidura confiamos en nuestros hijos. Para decirles que sí, o para decirles que no. Confiar en nosotros es decir “me parece que no tiene que salir”. Y le decís que no. Eso es confiar. Y si ves que está para salir, le decís que sí.
Querer la vida
Lo que sí vale es que los chicos puedan encontrar en nosotros personas llenas, y que si tenemos problemas es porque entramos a la cancha a jugar en donde ya había problemas. Pero entramos a la cancha: eso es lo que nos hace libres. Y si empezamos a ser una familia y tenemos problemas, es porque tuvimos el coraje de hacer una familia. Ahora tengo cincuenta y cinco años, y me acuerdo cuando los tuve y digo:
“¡Dios mío, no entendía nada yo a esa edad!”. Sin embargo, acá están mis hijos. Al nacer mis hijos me dí cuenta que tenía fuerzas que desconocía, yo los miraba a ellos y veía mi propia capacidad.
Para hablar de la paternidad me gusta la imagen del faro. Es una construcción muy generosa, que se hace en la costa para que los barcos puedan navegar sin chocar, ubicarse y usar sus propios recursos para ir al puerto que quieran. No corre ansioso atrás de los navíos.
El chico —el barco— ve que no todo es negro; imaginando una noche oscura, ahí está el faro que es confiable e ilumina. Ese faro somos nosotros, y la luz del faro es la luz del amor que tenemos nosotros, no solamente por los chicos, sino por la vida misma. Si no queremos aunque sea un poco la vida, los chicos tampoco la van a querer.
Me parece conmovedor ver que en las situaciones tan distintas que cada uno vive, hemos tenido la valentía de tener hijos. Alguno puede decir “yo no los busqué”. Sí, pero los sostuvo, y los mandó al colegio, les dio de comer, cumplió sus derechos. Fue una opción. Pudo haberse quedado en una infancia eterna, nunca haberse hecho cargo de alguien, y seguir durmiendo sin preocuparse, pero decidió que iba a cambiar sus noches para siempre. Porque desde que nace un hijo, nunca más tus noches van a ser iguales.
Por Juan José Chiappetti y Santiago Valdemoros • redaccion@boletinsalesiano.com.ar