23 de enero, 2016
Aprender a comprender
La importancia de educar a los niños en una forma de ser que parece contracultural
Algunos padres suelen estar tentados de comparar a sus hijos con los de los otros, y a los propios entre ellos. Algunos padres valoran de más a sus propios hijos y ejercen sobre ellos una presión enorme,
con el riesgo de que cada fracaso sea vivido como un drama. Otros se dedican a comparaciones despreciativas —“Tu hermana nadaba mejor a tu edad”—, que sólo sirven para desanimar. Positivas o negativas, las comparaciones impiden al niño construirse una identidad sana. Los niños tienen la tendencia a compararse con los otros y a definir la propia identidad cotejándose con sus hermanos y compañeros, porque también ellos viven en este mundo, enfermo de un espíritu de competencia siempre más exasperado e invasor.
Testigos del sufrimiento
Si nos evaluamos a nosotros mismos con sentido crítico, debemos reconocer que estamos sumergidos en un ambiente altamente competitivo. Lo que importa, lo que cuenta, es superar a los otros; de otro modo, no se es nada. Así, poco a poco, se termina por ver a los otros como simples escalones o peldaños en la escalera de la vida. Mafalda diría: “No se puede amasar una fortuna sin hacer harina a los demás”.
Esta sensación se agrava por la avalancha de sufrimientos humanos que nos asedia de la mañana a la noche. Conocemos, como nunca en el pasado, el dolor del mundo y, sin embargo, cada vez somos menos capaces de reaccionar. Escuchamos hablar de conflictos armados, guerras, homicidios, terremotos, sequías, inundaciones, epidemias, tortura y otras innumerables formas de sufrimiento humano, cercano a nosotros o muy lejano. Se nos muestran imágenes de niños que mueren de hambre, de casas incendiadas, de poblaciones sepultadas. ¿Qué provoca en nosotros todo esto? Una forma obtusa de indiferencia e incluso de rabia: “¿Cómo es que no puede hacerse nada?”.
Reaccionar con compasión a lo que los medios nos presentan se ha hecho más difícil, por el tono neutral con que se anuncian las noticias y por el hecho de que toda esta información es interrumpida periódicamente por personas sonrientes, que nos invitan a comprar productos que no necesitamos. Niños y muchachos son influenciados por este clima y lo traducen en formas variadamente agresivas, y en un estado permanente de tensión e inquietud.
Otra forma de relacionarnos
Necesitamos reconquistar esta cualidad humana: la compasión. Ciertamente, “compasión” es un vocablo a la deriva, una palabra en desuso y casi sospechosa, traicionada por el tiempo que nos ha robado su significado. Descubrir su sentido original se ha convertido en algo urgente. Se trata de revalorizar esta palabra, porque en un momento de gran aridez espiritual y moral como el que vivimos, nos damos cuenta que dentro de ella hay un patrimonio de valores capaces de restituir sentido a la vida y de reconstruir, sobre todo en las nuevas generaciones, el gusto auténtico de la existencia.
Enseñar a los hijos esta extraordinaria virtud se ha hecho necesario. Se trata de una virtud intensamente humana y fuertemente evangélica.
La compasión es ante todo un modo de mirar a los otros con ojos “limpios”, libres de prejuicios y fanatismos.
La compasión no equivale a la piedad y tampoco a la simple tolerancia: es el camino intermedio entre huir y combatir. Es la virtud que nos enseña a tomar distancia del aspecto violento y deshumanizante de todas las competencias que la vida nos propone, y también del egocentrismo insensible. Ser compasivo significa dejar de lado diferencias y distinciones. Y es precisamente por esto que la propuesta de ser compasivos da miedo y suscita una resistencia profunda. La compasión es un modo nuevo, no competitivo, de estar junto a los otros, y nos abre mutuamente los ojos. Cuando renunciamos a nuestro deseo de ser importantes o distintos, cuando dejamos a nuestras espaldas la necesidad de tener en la vida un nicho especial, cuando nuestro interés principal es ser como los otros y vivir esta igualdad en la solidaridad, entonces somos capaces de vernos unos a otros como un don único. Unidos en la común experiencia de nuestra vulnerabilidad, descubrimos todo lo que podemos ofrecer y recibir de los demás. Nuestros talentos específicos ya no son más motivo de competencia sino elemento de comunión; ya no son más cualidades que dividen sino dones que unen.
Educar en la compasión
A nivel educativo, todo esto significa comenzar con una buena gimnasia del espíritu: aceptar y no juzgar; enternecerse ante las actitudes extrañas o fuera de lugar; practicar la comprensión. Significa dar a los propios hijos la capacidad de “convivir” con los otros y de prestar atención a sus sentimientos, en cada circunstancia: “¿Qué se siente después de haber hecho un gol en contra? ¿Qué se sentirá después de haber dejado una mala impresión en los interlocutores?”. Tener compasión significa detenerse en el camino para prestar atención a quien la necesita.
La compasión no consiste en escapar de la violencia, sino en acercarse para suavizarla.
Los padres pueden comenzar con ejercicios cotidianos de amabilidad. Un pequeño ejemplo: si caminamos por la calle con nuestro hijo y éste tropieza y cae, podemos adoptar dos actitudes opuestas entre sí. La reacción positiva consiste en percibir el sufrimiento del niño, no sólo sintiendo en nuestro cuerpo el dolor físico y el susto que puede acarrearle la caída, sino también asumiendo la vergüenza que puede experimentar frente a nosotros. Pero también podemos adoptar una actitud negativa, comentando en manera despectiva: “¿Por qué no miras por dónde caminas? Si vas distraído, ¡claro que te vas a caer!”. En el primer caso, buscamos identificamos con nuestro hijo y participamos de su sufrimiento. En el segundo, estamos eliminando todo sentimiento de empatía.
De hecho,
lo opuesto a la amabilidad es la desaprobación, el rechazo, la exclusión del otro. Es muy importante cultivar en los hijos la capacidad de asumir la vulnerabilidad de la otra persona y, también, de aceptar la propia; es importante formarlos en la disponibilidad a reconocer el sufrimiento y el placer del otro y a abstenerse del deseo de castigarlo o de aprovecharse. Éste es un riesgo que vale la pena correr para terminar con ese continuo vivir a la defensiva y para exponerse confiadamente a las experiencias y a las riquezas que los otros nos pueden comunicar. Porque la compasión es capaz de convocar las energías de bien que posee la persona e impulsarla a intervenir allí donde se hay un grave déficit de esperanza y de amor.
Por
Bruno Ferrero, sdb