La Palabra me dice
En el evangelio de este domingo, vemos cómo Jesús se toma un tiempo a solas para hablar con Dios. Luego de ese encuentro, llama a sus discípulos y los elige como apóstoles. Al descender, se dirige a la muchedumbre y a sus seguidores. Muchos de los que están allí son personas consideradas “paganas”, pero son ellas quienes deciden buscar al Maestro. Todos necesitan que el Señor los alimente con su palabra y cure sus heridas. Las palabras de Jesús a sus discípulos y a la multitud están cargadas de esperanza. Son un consuelo para quienes sufren. Sorprende escucharlo felicitar a los pobres, a los hambrientos y a los que lloran. Sin embargo, no es su sufrimiento lo que se celebra, sino la certeza de que su situación cambiará. Jesús les anuncia una transformación: Dios no los olvida, su amor es para ellos. Luego encontramos cuatro expresiones de lamento. Jesús las pronuncia refiriéndose a “los ricos”, “los que comen bien”, “los que ríen” y “los que son aplaudidos”. Él no condena a los ricos por el mero hecho de tener bienes, sino porque corren el riesgo de encerrarse en su comodidad y olvidar a los demás. Si han puesto su seguridad en lo material, ¿qué les quedará cuando descubran que la vida es mucho más que posesiones? ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! El problema no es estar saciado, sino vivir sin sed de justicia, sin hambre de un mundo más humano. ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas! No se trata de rechazar la alegría, sino de no vivir en la superficialidad. Quienes hoy ríen sin mirar el sufrimiento del mundo. ¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas! El aplauso y el reconocimiento pueden ser peligrosos si nos alejan de la verdad. Jesús nos recuerda que no debemos buscar la aprobación de todos, sino la coherencia con el amor y la misericordia de Dios.
Con corazón salesiano
El mensaje de Jesús en el evangelio nos invita a confiar en Dios más que en las riquezas, a vivir con un corazón desprendido y abierto a los demás. Esta enseñanza se refleja con claridad en la vida de Mamá Margarita. Porque su pobreza no fue solo una condición material, sino una elección de vida basada en la confianza en Dios y en el servicio a los demás. Su fe se tradujo en una vida sencilla, pero plena, en la que Dios siempre ocupó el primer lugar. Así lo expresó en una de las frases más significativas que dirigió a su hijo Juan: Mamá Margarita se echó encima su chal, bajó a Chieri y habló con Juan: «El párroco vino a decirme que quieres entrar en un convento. Escúchame bien. Quiero que lo pienses con mucha calma. Cuando hayas decidido, sigue tu camino sin tener en cuenta a nadie. Lo más importante es que hagas la voluntad del Señor. El párroco querría que yo te hiciera cambiar de idea, porque en el futuro podría tener necesidad de ti. Pero yo te digo: En estas cosas tu madre no cuenta nada. Dios está antes de todo. De ti yo no quiero nada, no espero nada. Nací pobre, he vivido pobre y quiero morir pobre. Más aún, te lo quiero decir con claridad: si te hicieras sacerdote y por desgracia llegaras a ser rico, no pondría mis pies en tu casa. Recuérdalo bien». En sus palabras encontramos el espíritu de las bienaventuranzas: la verdadera riqueza no está en lo material, sino en vivir en la voluntad de Dios, con un corazón libre y generoso.
A la Palabra, le digo
Señor ayúdame a estar siempre dispuesto a escuchar tus palabras. Dame la valentía de vivir las bienaventuranzas como lo hicieron tanta gente sencilla. Amén. |