La Palabra me dice
El templo, el lugar más sagrado del pueblo de Israel, era hermoso. ¡Motivo de orgullo de todo el pueblo! ¡Dios estará contento con este Templo y con tantas ofrendas votivas!
A veces, pensando en mi parroquia, en mi capilla, en mis obras de caridad, en mis ofrendas a Dios… mi devoción y mi imaginación desbordante me llevan a elevarme sobre las nubes. Pero Jesús, con un realismo hasta doloroso, me hace poner los pies en la tierra: “¡todo será destruido!”.
Hoy escucho muchas voces pregonando que se acerca el tiempo de la gran tribulación. Contemplo, con dolor, nuestra humanidad devastada por la guerra, las injusticias, la desigualdad, la explotación de los más débiles, las divisiones, los rencores… y un largo etcétera. No sólo en la otra parte del mundo; también en mi país, en mi ciudad, en mi casa…
Pero me resisto a prestar oídos a esos ‘profetas de calamidades’ que siembran en mi vida inquietud, desánimo, temor.
Hoy elijo dejar resonar en mi corazón la voz de Jesús: “¡No se alarmen!”. Jesús no es catastrofista, sino realista: es verdad que todo será destruido, porque es temporal, pasajero. ¡Pero más real que este mundo que pasa es el amor y la misericordia de Dios!
Esas palabras me recuerdan las que el mismo Jesús dirigió a Pedro, que se sabía pecador: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”; o las que el ángel dijo a María: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido”. El Señor me dice también a mí: “No temas”. Y su voz llena mi corazón de serenidad, de paz, de esperanza y alegría.
Mientras se avecina el fin, que no llegará tan pronto, como me asegura Jesús, seguiré ‘corriendo hacia la meta’, en expresión de San Pablo, y tratando de hacer vida el encargo de Jesús: “Ámense unos a otros como yo los he amado”. |