La Palabra me dice
Los seres humanos tenemos la tendencia a considerar las conductas, las situaciones, las relaciones humanas, de acuerdo a sus resultados o a sus magnitudes.
El Reino de Dios es diferente, como nos lo enseñan estas dos breves parábolas. En la primera se compara con la semilla. La semilla tiene una energía invisible pero irresistible, y al morir desarrolla toda su potencialidad.
La palabra “huerto” en el Nuevo Testamento está reservada exclusivamente al lugar de la agonía y de la sepultura, donde el grano fue colocado bajo tierra. La semilla crece sólo si muere. Este es su misterio: produce la vida más allá de la muerte. Crece hasta hacerse arbusto, pero en realidad, es el árbol de la Cruz, modesto si lo comparamos al árbol enorme de Daniel (4, 9 – 18) o el cedro solemne del Líbano de Ezequiel (31, 3).
En resumen, el Reino es el mismo Jesús. No es grande, sino pequeño; no es importante, sino desechable; no está en la ciudad, sino afuera. Y muere. Pero así revela la escondida capacidad de la semilla: al morir da vida, germina, crece y se hace arbusto. A este arbusto pueden venir las aves del cielo, es decir, todos los pueblos que acuden para hacer sus nidos en el árbol que es el verdadero Israel. El anidamiento de esas aves en el arbusto representa a la Palabra que puso su morada entre nosotros. Ella es semilla arrojada y crecida en el árbol de la Cruz, donde todo Hombre encuentra su morada en la Gloria de Dios.
La segunda parábola juega con la potencia de la levadura. En realidad es tan solo harina vieja y podrida, es decir, religiosamente impura. Por eso, debe desaparecer para que pueda celebrarse la novedad pascual. Es la muerte que debe ceder el paso a la vida. Sin embargo, la eficacia del Reino no es una eficiencia mundana, sino la continuación de la historia de aquel que fue rechazado y escondido en la gruta del huerto. El que quiere ver la gloria mezcla la pequeña levadura dentro de la harina, que se dispersa y difunde. Y, finalmente, hace fermentar toda la masa.
Esta levadura, que es la sabiduría del crucificado, se opone a la sabiduría mundana, que es la levadura de los fariseos. Solo así la masa del mundo transformará toda la masa y hará crecer, desde su poquedad y humildad. La salvación, mientras dura el tiempo de la paciencia de Dios, siempre tendrá los rasgos del rostro del hijo del hombre crucificado, el más pequeño entre todos. Y nosotros, ¿no tenemos la tentación de considerar el Reino con la medida de los Reinos humanos? Muchas veces, ¿tenemos la paciencia de Dios para esperar lo que tarda en llegar o pretendemos resultados inmediatos? Al menos por un rato y sin que tengamos que recurrir a la esperanza cristiana. |