La Palabra me dice
Muchas veces los hombres supuestamente buenos pueden dejarse deslumbrar por su propia justicia y mirar desde arriba a los que están abajo: los pecadores, los que viven fuera de la Ley. La actitud de estos hombres de la parábola, en cierto sentido, es similar. Ambos suben al templo y ambos oran. Pero el templo puede convertirse en una cueva de ladrones y la oración en una inadmisible actitud de falsedad. En esta parábola, fariseos y publicanos están en dos polos opuestos. El fariseo ora de pie y da gracias. Pero esta gratitud es tan solo el lugar de la autocomplacencia, en la que uno se apropia de los dones recibidos para alabarse a sí mismo, en lugar de alabar al Padre, y para despreciar a otros en lugar de amarlos.
El publicano, que tal vez es rapaz, injusto y adúltero, se siente lejos de Dios, por su pecado. Ni siquiera se atreve a alzar los ojos y se golpea el pecho, señal de arrepentimiento. Y su oración representa el retorno a la casa del Padre. Por eso, él será justificado y podrá participar del banquete. En cambio el fariseo quedará fuera porque está prisionero de la presunción de su propia justicia. Porque cree no necesitar del perdón que justifica.
La sentencia final de Jesús se refiere a la humildad necesaria para la oración. Sin ella, la misma oración queda pervertida.
En realidad, estos dos personajes pueden estar mezclados en nuestro propio interior y será necesario discernir el uno y el otro para poder ser perdonados. La gratitud nunca puede formularse a partir de una mirada soberbia sobre los demás. Al contrario, ella nos da ojos para mirar con bondad a los otros y agradecer también con ellos y por ellos. |