La Palabra me dice
En el día de ayer celebramos el día de todos los santos. Unida a esta fiesta que nos recuerda el llamado que Dios nos hizo a todos y todas a la santidad, conmemoramos en este día a todos nuestros hermanos y hermanas “que se durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto” en la misericordia de Dios (como decimos en la plegaria de cada Eucaristía). Hoy celebramos el deseo de Dios de admitirlos a “contemplar la luz de su rostro”. Y por ello hoy meditamos estos textos del Evangelio según Marcos. La Palabra de este día nos refleja -con la narración de la crucifixión de Jesús- la crudeza de la experiencia de la muerte, realidad de la humanidad y certeza de cada hombre y mujer. Y por tanto no ajena a Jesús, verdadero hombre, 100% humano. Algún pensador dijo una vez “la única certeza en la vida del hombre es que va a morir”. Y esto es porque somos los únicos seres vivos en la Tierra que reflexionamos acerca de la muerte, y no sólo de “La muerte”, sino de nuestra propia muerte. Reflexionar acerca de la muerte permite madurar lo suficiente hasta entender que, en cierto sentido, nos estamos muriendo y que otros también se van a morir. (R. E. Aguilera Portales y J. González Cruz, La muerte como límite antropológico. El problema del sentido de la existencia humana, en Gazeta de Antropología, 2009, 25 (2), artículo 56 · http://hdl.handle.net/10481/6903) La comunidad a la que el evangelista Marcos le escribe esta narración de la muerte de Jesús estaba atravesada por la cercanía de la muerte: estos cristianos vivían como una minoría en Roma, capital del Imperio, acusados de la desgracia del pueblo y perseguidos hasta la muerte. Sentían, quizá, que Dios los había abandonado. Tal vez sea un sentimiento frecuente entre quienes se acercan a la realidad existencial del morir. Pero Marcos quiso mostrarnos en su evangelio que esa sensación tan humana, también fue experimentada por Jesús, el Hijo de Dios; por ello conserva estas palabras tan fuertes dichas por el crucificado: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Incluso en Marcos, Jesús resucitado no se aparece a los discípulos como en los otros evangelios, sino que simplemente un joven les dice a María Magdalena y a las otras dos mujeres que Jesús “ha resucitado” y que “no teman”. La invitación de este texto es animarnos a creer aún “cuando todo es oscuro”. Animarnos a creer en la Vida nueva que Jesús vino a anunciar y a compartir, aunque no tengamos señales sobrenaturales para basar nuestra fe. De hecho, el soldado romano reconoció que Jesús era Hijo de Dios simplemente al verlo morir y al oírlo gritar, y las mujeres creyeron simplemente por lo que vieron (un sepulcro vacío) y por lo que un joven les dijo. Pero, ¿“animarnos a creer” en qué? En que la muerte no tiene la última palabra en nuestra vida. En que no solo somos seres-para-la-muerte como dijo un filósofo moderno, sino que somos seres-para-la-Vida (con mayúscula), y seres-para-la-resurrección. Los seguidores de Jesús, el Cristo, creemos en su palabra y en que lo que él ocurrió con Él (muerte y resurrección), también ocurrirá con nosotros y con todos aquellos “que se durmieron en la esperanza de la resurrección”. Por eso decimos en el credo que “creemos en la resurrección de la carne y la vida eterna”. Creer aún cuando solo podamos ver, como el centurión, la crudeza de la muerte. |