Evangelio del Dia

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Martes 02 de Noviembre de 2021

La Palabra dice


Jn. 11, 17-27

Al llegar a Betania, Jesús se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días.

Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dijo a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aún ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas”.

Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”.

Marta le respondió: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”.

Jesús le dijo:

“Yo soy la Resurrección y la Vida.

El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?”

Ella le respondió: “Si, Señor, creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.

La Palabra me dice


En el día de ayer celebramos el día de todos los santos. Unida a esta fiesta que nos recuerda el llamado que Dios nos hizo a todos y todas a la santidad, conmemoramos en este día a todos nuestros hermanos y hermanas “que se durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto” en la misericordia de Dios (como decimos en la plegaria de cada Eucaristía). Hoy celebramos el deseo de Dios de admitirlos a “contemplar la luz de su rostro”. Y por ello hoy meditamos estos textos del Evangelio según Marcos.

La Palabra de este día nos refleja -con la narración de la crucifixión de Jesús- la crudeza de la experiencia de la muerte, realidad de la humanidad y certeza de cada hombre y mujer. Y por tanto no ajena a Jesús, verdadero hombre, 100% humano. Algún pensador dijo una vez “la única certeza en la vida del hombre es que va a morir”. Y esto es porque somos los únicos seres vivos en la Tierra que reflexionamos acerca de la muerte, y no sólo de “La muerte”, sino de nuestra propia muerte. Reflexionar acerca de la muerte permite madurar lo suficiente hasta entender que, en cierto sentido, nos estamos muriendo y que otros también se van a morir. (R. E. Aguilera Portales y J. González Cruz, La muerte como límite antropológico. El problema del sentido de la existencia humana, en Gazeta de Antropología, 2009, 25 (2), artículo 56 · http://hdl.handle.net/10481/6903)

La comunidad a la que el evangelista Marcos le escribe esta narración de la muerte de Jesús estaba atravesada por la cercanía de la muerte: estos cristianos vivían como una minoría en Roma, capital del Imperio, acusados de la desgracia del pueblo y perseguidos hasta la muerte. Sentían, quizá, que Dios los había abandonado. Tal vez sea un sentimiento frecuente entre quienes se acercan a la realidad existencial del morir. Pero Marcos quiso mostrarnos en su evangelio que esa sensación tan humana, también fue experimentada por Jesús, el Hijo de Dios; por ello conserva estas palabras tan fuertes dichas por el crucificado: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Incluso en Marcos, Jesús resucitado no se aparece a los discípulos como en los otros evangelios, sino que simplemente un joven les dice a María Magdalena y a las otras dos mujeres que Jesús “ha resucitado” y que “no teman”.

La invitación de este texto es animarnos a creer aún “cuando todo es oscuro”. Animarnos a creer en la Vida nueva que Jesús vino a anunciar y a compartir, aunque no tengamos señales sobrenaturales para basar nuestra fe. De hecho, el soldado romano reconoció que Jesús era Hijo de Dios simplemente al verlo morir y al oírlo gritar, y las mujeres creyeron simplemente por lo que vieron (un sepulcro vacío) y por lo que un joven les dijo. Pero, ¿“animarnos a creer” en qué? En que la muerte no tiene la última palabra en nuestra vida. En que no solo somos seres-para-la-muerte como dijo un filósofo moderno, sino que somos seres-para-la-Vida (con mayúscula), y seres-para-la-resurrección.

Los seguidores de Jesús, el Cristo, creemos en su palabra y en que lo que él ocurrió con Él (muerte y resurrección), también ocurrirá con nosotros y con todos aquellos “que se durmieron en la esperanza de la resurrección”. Por eso decimos en el credo que “creemos en la resurrección de la carne y la vida eterna”. Creer aún cuando solo podamos ver, como el centurión, la crudeza de la muerte.

Con corazón salesiano


Los jóvenes que vivían con Don Bosco en el Oratorio de Valdocco tenían una corta esperanza de vida debido a las terribles e insalubres condiciones laborales y de vida, al escaso acceso a la salud y a  las terribles leyes piamontesas que incluían la cárcel y la horca como pena para algunos delitos. Por tanto, la muerte -y especialmente la muerte de niños y jóvenes- era algo muy frecuente en el Oratorio. Pensemos, por ejemplo, en la edad a la que fallecieron los jóvenes sobre los que Don Bosco escribió sus biografías: Domingo Savio (†14 años), Francisco Besucco (†13 años), Miguel Magone (†13 años). 

Por esta razón, Don Bosco invitaba mensualmente a sus jóvenes a prepararse para su último aliento con el ejercicio titulado “de la buena muerte”. Para Don Bosco existían dos tipos de muerte: la imprevista y la repentina. “Imprevista es cuando ocurre y no estamos preparados; repentina cuando nos sorprende pero preparados” y por ello le preguntaba a sus chicos: “Si hoy murieran, ¿estarían preparados?”

¿En qué consistía la preparación a la muerte? En dedicar al menos una media hora al mes para pensar seriamente en estos puntos:

  • Si yo muriese en este momento, ¿hay algo que me remuerda la conciencia? ¿Hay algo que hice o que no hice y de lo que me arrepiento? ¿Cuáles han sido mis defectos principales este mes?

  • Si muriese ahora, ¿dejaría algún lío en mi trabajo, en mis deberes o en mis oficios? ¿No dejaría en apuros a otras personas por no atender las ocupaciones de las que tenía que encargarme?

  • ¿Cómo está mi relación con Dios?

Y no es solamente una reflexión, sino una oportunidad para el arrepentimiento y el pedido de perdón; una oportunidad para arreglar asuntos pendientes conmigo y con los demás; una oportunidad para volver a Dios, a la oración y a los sacramentos como medios del amor de Dios hacia nosotros, es decir, de la Gracia. Y Don Bosco insistía no solo en acercarse a los sacramentos, sino en el modo de hacerlo: “hacer una confesión y una comunión, como si efectivamente fuesen las últimas de nuestra vida.”

Más allá de este ejercicio mensual, Juan Bosco predicaba continuamente acerca del Paraíso, del regalo de Dios a los hombres y meta última de nuestra vida. Así como Marcos en su evangelio, no culmina con un relato de muerte sino con uno de resurrección, así Don Bosco animaba la fe de sus muchachos para creer en la promesa de Jesús.

A la Palabra, le digo


Jesús, 
en vos brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así a quienes la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque para los que creemos en vos,
la vida no termina sino que se transforma,
y adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Por eso te pedimos que aumentes nuestra fe
y afiances nuestra esperanza en Vos y en tu deseo
de resucitar a todos tus hermanas y hermanos difuntos.
Amén.


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