La Palabra me dice
Jericó era una ciudad poderosa que los judíos debían someter en la tierra prometida. Nunca lo hubieran podido conseguir por sí mismos. Pero por el poder de Yahvéh, cayeron las murallas de Jericó.
En esta escena del Evangelio, caen también las murallas de la ceguera que, a un hombre tirado al borde del camino, le impiden ver (creer). Pero él invoca a Jesús con el título mesiánico, “hijo de David”, invocando su misericordia. La gente lo quiere silenciar pero no lo consigue. Es más fuerte el grito que brota una y otra vez de su corazón.
Jesús está por llegar a Jerusalén, donde culminará su revelación como Mesías, anticipada de alguna manera en la reacción del ciego.
Éste deja atrás su manto, símbolo de una vida marginal y paralizada, para comenzar ahora una nueva vida. Al poder “ver” -es decir, creer en Jesús, se convierte en su discípulo-seguidor que irá con él por el camino, porque Jesús mismo es el camino.
Es el último milagro de Jesús en el Evangelio de Marcos. En este acontecimiento se cerrará el ciclo de su ministerio público y comenzará el ciclo de la Pasión, en el que Jesús mismo será la Palabra crucificada y silenciada; y en el que Él también se levantará de la tumba, como Bartimeo abandona la cuneta de su vieja vida para seguirlo hasta la Pascua.
Vale la pena preguntarnos, ¿hasta qué punto llega nuestra fe? ¿En qué Mesías o en qué redentor creemos? ¿Cuál es nuestra actitud ante las multitudes que buscan a Jesús, algunos sin saberlo, y otros, acudiendo masivamente a los santuarios y devociones populares? |