La Palabra me dice
Suele denominarse “tozudo” u “obstinada” a la persona mentalmente tosca, completamente torcida e incapaz de ver la verdad de los hechos que evidencian un estado de cosas. Parecen individuos solitarios y perdidos que vagan en la inmensidad de la noche.
Nadie les da la razón, salvo un grupo de fanáticos con intereses propios e interesados.
En la escena de la sinagoga con el hombre de la mano paralizada y sanado por Jesús se ve la vacilante conducta de aquellos que sólo aceptaban la obediencia al precepto del sábado. Es la imagen cabal de gente que vaga en las tinieblas, los que se alían con otros para linchar al Señor. En cambio la gente sencilla, espontánea, que mira y comprende lo que sucede, lo aplauden y aceptan, sonriendo felices por el bien hecho a un hombre enfermo.
¿Por qué cuesta tanto reconocer el bien que se hace? ¿No será nuestra actitud interior la que impide a veces ver la verdad? ¿Y si es la verdad del bien de otros y no mía?
Ante Jesús también existen impedimentos que ocultan su verdad en nuestra vida: la que él hace continuamente a cada individuo sano o enfermo. Ser más receptivos y sencillos para darnos cuenta de que Dios está detrás de nuestras existencias. A menudo cuesta verlo a Él porque la sugestiva acción de Dios nos parece oculta tras los miedos fríos y oscuros que nublan nuestros días. Nos gustaría que “nuestras cosas” fuesen aún más diáfanas y claras, para poder leerlas fácilmente. Por eso, a veces, nos enojamos con Dios sin motivo.
La acción de Dios en nuestros días, tal vez, exige un poco más de humildad para reconocerla. Unos pocos sollozos invisibles de desolación como sincera expresión de nuestra pequeñez e impotencia, en vez de vivir rebelándonos inútilmente en la helada estepa desierta de afuera. |