La Palabra me dice
Los estudiosos de la vida de Jesús reconocen que hubo un gran cambio en la vida del Maestro antes y después de su bautismo en el río Jordán. Tras ser reconocido como el “enviado de Dios” con el bautismo, Jesús empezó a predicar con vehemencia el “Reino de Dios”, una sociedad renovada bajo la mirada de Dios en su conjunto, donde fuera derrotado el sufrimiento humano y el pecado, para ser un espacio agradable donde de veras reinara Dios con sus buenos dones.
Por el Reino de Dios predicó y practicó la liberación de hombres, mujeres, niños… para mostrar que el Reino de Dios era algo factible y reconocible en las liberaciones humanas que Él aportó. El Reino de Dios exigía otro modo de tejer las relaciones humanas. En ellas, el amor sin límites de Dios era la base de nuestro trato con el otro, haciéndose servidor del prójimo, siempre. Él mismo aceptó el suplicio infame de la cruz y dio muestras de su entrega total sin odios, ni venganzas, sin sentimientos de aplastar al enemigo. Ser bautizados en el Espíritu Santo significa convertirse en ese modelo para los demás, compartiendo donde fuese posible el ejemplo de Jesús en la sociedad del nuevo Reino. De ese modo es posible renovar todas las cosas desde su interior más profundo, porque la “novedad” viene y parte de Dios, no es una simple construcción nuestra, sino una empresa hecha en compañía divina.
La proyección política del bautismo es honda y magistral: es la sal de la tierra echada en las veredas de las acciones emprendedoras de nuestras sociedades, donde tantas iniciativas no prosperan, debido no sólo a las limitaciones humanas, sino a nuestras fallas estructurales; es decir, a faltas de buena voluntad, a poca disponibilidad hacia el prójimo, a otras pasiones que limitan continuamente nuestros servicios (envidias, perezas, irritabilidades…etc.).
El bautismo se hace cada día, a menudo con pequeñas o grandes desilusiones, sabiendo que sin Jesús nuestros esfuerzos son muy limitados: “Sin mí no pueden hacer nada” nos dice Él. Nuestra confianza tiene en el bautismo la garantía de que, en último término, Dios llevará a buen fin la construcción de su Reino. |