La Palabra me dice
El texto que leemos hoy nos regala una pincelada muy bonita de las claves del reino presente en el evangelio de Lucas: la alegría de un Dios misericordioso.
Frente a perspectivas que invitan a la mirada indignada y resentida hacia los otros, miradas desde los hombros, miradas desde seguridades morales, religiosas y políticas; miradas desde el “saber hacer”, desde el verdadero ser, desde las posturas correctas, Jesús ofrece una respuesta a modo de cuento, que no es tan cuento. Frente a la murmuración indignada de los fariseos y escribas, que le cuestionan con quién se sienta a la mesa, Jesús saca a relucir la llave de la misericordia de Dios por medio de estas parábolas.
No será con el gesto adusto y señalando con el dedo como aquél que se ha apartado de la comunidad recuperará su lugar en ella. ¿Qué actitudes de la comunidad lo habrán (nos habrán) llevado a buscar otras praderas, otros verdeos? ¿Qué búsquedas personales no podían ser contenidas en el territorio que transita el rebaño? ¿Cómo podría la experiencia comunitaria dar lugar a quienes se plantean buscar más allá del territorio conocido? ¿Y si por descuido hemos perdido una parte valiosa de la misma? ¿Será que debemos encender nuevas lámparas que nos ayuden a descubrir el brillo que hay en todos?
Todos somos ese discípulo creyente y pecador. Parte del rebaño, pero también llamados por las praderas abiertas y a rodar por ciertos rincones oscuros. Pero a todos nos enciende la luz de la iniciativa de Dios que nos busca. Como lo hace la mujer, sin importarle manchar sus rodillas recordándonos nuestro brillo, nuestro valor. O como el pastor que sin temor a las espinas, rosetas y abrojos nos carga sobre sus hombros. A la alegría de Dios ya no le importa mancharse o lastimarse al sabernos nuevamente junto a él. |