La Palabra me dice
Herodes, que no tiene su conciencia tranquila, piensa que en Jesús ha resucitado Juan, aunque otros le dicen que es Elías, que era una tradición muy fuerte entre los judíos. Entonces Herodes recuerda su muerte. En realidad, él había hecho encarcelar a Juan el Bautista que, como profeta sin pelos en la lengua, le reprochaba haberse unido a la mujer de su hermano. Sin embargo, Herodes apreciaba la palabra del profeta, porque sabía que le decía la verdad y que era un hombre sabio. Pero tal vez por este mismo motivo, Herodías, su concubina, lo odiaba. En medio de la fiesta de cumpleaños de Herodes, en la que se reunían los dirigentes, los ricos y los poderosos, la hija de Herodías, con su danza, arrancó una promesa disparatada a Herodes probablemente ya pasado de copas. Él se comprometía a darle lo que ella le pidiera. Y ella, por consejo de su madre, pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes no quiso contradecirse y ordenó que decapitaran al profeta y trajeran su cabeza. Juan, el último de los profetas, continuaría y culminaría la tradición de tantos profetas perseguidos por reyes y poderosos por decir la verdad de Dios. Este banquete, que debía ser una fiesta de vida y de alegría, se convierte en un banquete sangriento y macabro, donde el manjar principal es la cabeza de Juan. Es un anticipo también de la persecución y la muerte sangrienta que sufriría el mismo Jesús por parte de los dirigentes religiosos y civiles y de los poderosos de la época. Él, que era “más que un profeta”, no podía tener un destino diferente del que tuvo Juan, su precursor. La violencia que ellos padecieron durante su vida y su muerte es la violencia que tiene que sufrir todo cristiano. Por eso, no tiene sentido quejarse demasiado de los males que nos suceden porque han sido profetizados también para nosotros. Esto no significa tener una actitud quietista o conformista ante la violencia y la injusticia que imperan en nuestra sociedad. Al contrario, como nos lo muestra el testimonio de tantos profetas mártires de nuestra América, la Iglesia y cada cristiano están llamados a proclamar la buena noticia de Jesús que no quiere la muerte sino la vida verdadera. Y para esto, todos debemos tener la valentía de arriesgar incluso nuestra propia vida para anunciarla. ¿Estaríamos dispuestos a ello?, ¿tenemos conciencia de que la pobreza, la injusticia y la violencia no son una fatalidad, sino algo buscado y querido por los hombres que se benefician a costa de sus hermanos? |