La Palabra me dice
Jesús era andariego, aún sin los medios de locomoción que ahora tenemos. En esta ocasión lo encontramos en Cesarea, bien al norte, prácticamente en territorios paganos. Acaba de alertar a sus discípulos que se cuiden de la vieja levadura: de la doctrina de fariseos y saduceos, porque sus discípulos están llamados a ser la nueva levadura del Reino. A continuación, en el Evangelio de hoy, quiere cerciorarse de que efectivamente los discípulos lo han entendido. Y ven en Él al nuevo pan que se ofrece al mundo. Por eso los somete a un “interrogatorio”, al mismo tiempo cordial y decisivo. Primero quiere informarse sobre cuáles son los rumores que corren sobre su persona: ¿qué es lo que la gente va diciendo? En efecto, Él ya es muy conocido, por sus signos, enseñanzas y su ministerio itinerante. Y van llegando las respuestas: la gente, en general, lo asocia e identifica con los profetas: -Jeremías, el profeta perseguido y anunciador de las gracias y desgracias de Israel. - Elías, el profeta tal vez más popular, que habiendo sido arrebatado en un carro de fuego, se decía que volvería a completar su misión; - Juan el Bautista, el profeta más próximo a Jesús que el pueblo había conocido que predicaba y realizaba el bautismo de conversión; el que anunció también el tiempo mesiánico del Cordero. Los tres tienen en común que han sido perseguidos, injustamente acusados por los poderosos. Y que, de una u otra manera, las promesas de Dios se cumplirían cuando llegara el verdadero profeta, “alguien que es más que un profeta”. El pueblo parecía intuir al menos algo del misterio de Jesús. Pero la pregunta va ahora a los discípulos, como una flecha que apunta directamente al blanco: ¿quién soy yo para ustedes? El “soy yo” parece inducir ya una respuesta. Pero Simón Pedro responde inmediatamente, como mejor no hubiera podido responder nadie. Él, un rústico pescador, se muestra en su respuesta “doctor de la ley”. Pero en realidad no es él, no es la carne y la sangre quien le ha revelado, sino el Padre, el único que conoce verdaderamente al Hijo. A Pedro le ha sido conferida la bienaventuranza del misterio del Hijo-Mesias. Por eso, Jesús lo pondrá como roca de su Iglesia, porque la confesión del “Hijo de Dios vivo”, el Dios que anunciaron los profetas, es el fundamento de la comunidad de los creyentes. La Iglesia deberá seguir confesando a lo largo de los siglos que Jesús, el crucificado-resucitado es el Mesías, y que tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para salvarlo. Por este motivo, Pedro recibe las Llaves del Reino, símbolo de un poder “nuevo”, que de algún modo prolongará o hará presente el poder de Jesús a través de su Espíritu. El poder hoy no tiene buena prensa, porque muchas veces se ha corrompido y desconfigurado: Jesús insistirá a sus discípulos sobre un “poder nuevo”. Es el poder del servicio y del amor. Porque no hay poder más fuerte, más incisivo y más incorrupto que este. Sólo el poder que es amor tiene una fuerza que ata y desata los nudos más difíciles y rompe las cadenas más gruesas. Pedro será quien deberá velar para que se siga testimoniando que Jesús está vivo y que el amor del Dios Uno y Trino ha salvado al mundo. ¿Somos dóciles al Espíritu que nos impulsa a seguir cumpliendo esta misión? |