Evangelio del Dia

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Sábado 15 de Agosto de 2020

La Palabra dice


Lc. 1, 39-56 – “Ha hecho en mí grandes cosas”

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en voz alta: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!"

María dijo entonces: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia. Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes. Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos, y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su siervo; se acordó de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes para siempre".

María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.
 

La Palabra me dice


Afortunadamente, los concursos de belleza parecen haber terminado su ciclo, al menos, así lo proponen con fuerza varias corrientes feministas. Pero lo que nunca cumplirá su ciclo, lo que nunca terminará, es la belleza. O mejor aún, la búsqueda de la belleza. La Asunción de María es la cima de toda belleza humana.

Por un lado, nos invita a descubrir y mirar la verdadera belleza que hay en la tierra: la belleza natural de paisajes y cuerpos, pero sobre todo la belleza interior, que escondida en el corazón de algunas personas, a veces sale a la luz. La belleza de Madre Teresa inclinada por amor, un amor intenso y desinteresado por un moribundo desharrapado, es inenarrable.

La belleza de la fe de María, la más pequeña, por la obra que Dios hizo en ella mientras estuvo en la tierra, también es incomparable. Pero el misterio de la Asunción nos invita también a atisbar la belleza que está más allá de la tierra, la que es nuestro destino, la que el ser humano busca ansiosamente aquí en el mundo, sin poder encontrarla jamás, porque no es de este mundo.

María, la pequeña María, hija de Adán como todos nosotros, es la estrella que brilla junto al “lucero de la mañana”. Ante esta hermosura radiante casi no se puede hablar. Se nos acaban las palabras. Solamente podemos decir que nosotros también estamos llamados a ser transformados y a contemplar esa belleza sin par.

Pero comenzamos a buscarla aquí en la tierra, en la fe y por pura gracia, porque la belleza, la verdadera belleza, nos salva, parafraseando a Dostoyevski. “Dichosa tu María porque has creído”. Todas las generaciones te llamarán dichosa.

Con corazón salesiano


Don Bosco no se cansaba de hablar del Paraíso. Toda la felicidad terrena le parecía muy chiquita comparada con la que nos espera más allá de la muerte. Quiso que sus jóvenes nunca perdieran de vista cuál es la meta final de toda vida humana. Escribió al respecto en sus Reflexiones para los jóvenes: “Valor, pues hijo mío, algo tendrás que sufrir en este mundo, más no importa; el premio que te espera en el Paraíso compensará infinitamente todos los males que hayas tenido que comparecer en la vida presente”.

A la Palabra, le digo


Te damos gracias Padre por el misterio de María, en quien tú quisiste hacer grandes obras en su pequeñez. Te damos gracias porque ella hizo el camino de la fe, como todos nosotros. Y te damos gracias, sobre todo, porque ella llegó al puerto al que todos esperamos llegar. La hermosura de María no depende de los mantos y coronas con que la piedad cristiana la ha querido engalanar. La hermosura de María es su fe como discípula de Jesús. Y su maternidad, de la que Él quiso que también nosotros participáramos.