A la Palabra, le digo
Señor, que la brisa suave del silencio, como viento de gracia, se lleve fuera todas las voces y los rumores que poco a poco me alejan del corazón de mi existir. La huella luminosa de tu paso llene de perfume el aire en que vivo habitualmente para que no busque a otro que a ti. Y cuando las sílabas rumiadas de la Escritura, junto con los acontecimientos traídos como memoria de encuentro, se conviertan en fibras de mi carne, el mundo te verá todavía, verá tu rostro en las facciones de la carne que yo te daré. Los confines de mi ser contarán los prodigios de tu poder, si no intento inútilmente alejarlos, sino que los amaré como definición de mi unicidad humana. Entonces llegaré a pensar tus palabras, a hablar tus palabras, porque no huyendo de mi mismo, te habré encontrado donde estás: en la profundidad de mi límite humano, en mi interioridad y soledad existencial, allí donde el amor donado genera amor y crea puentes de comunión. Que así sea.
|