La Palabra me dice
El Evangelio de hoy nos pone frente a un tema que, a veces, suele ser un poco difícil o complicado de tratar: el perdón. Muchos de los que estamos hoy frente a este texto seguramente coincidamos en que siempre es bueno e importante saber perdonar, así como también lo es el ser perdonados. Creemos que es de “buen cristiano”» hacerlo, y que es algo propio de todos aquellos que, en el vivir cotidiano, queremos seguir a Jesús. Así como para alguien encargado de arar la tierra le es propio velar porque ello sea hecho en tiempo y forma; así como para alguien encargado de cuidar al ganado le es propio atenderlo, darle de comer y velar porque nada malo le pase; pareciera que lo propio de los seguidores de Jesús es tener un corazón dispuesto a perdonar todas las veces que sea necesario.
Estoy seguro que hasta acá tenemos un consenso considerable, y de hecho es lo que plantea Jesús en el pasaje del evangelio de Lucas que acabamos de leer. Tenemos que perdonar. Es más: los versículos finales coronan magistralmente esta postura, añadiendo que cada vez que perdonemos a nuestros hermanos, no debemos hacer alarde de eso porque ”somos simples servidores, [y] no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”, lo que confirma lo que venimos diciendo. ¡Qué contundente es Jesús! Cada vez que algún hermano falte a la caridad y nos pida perdón, tenemos que perdonarlo sin importar cuántas veces lo haga, porque eso es lo propio de aquellos que creemos en Él. Sin embargo, una vez más, las palabras de Jesús son dulces como la miel cuando las leemos o repetimos, y un tanto amargas cuando queremos hacerlas vida en nosotros.
Encarnar esta actitud de Jesús no es para nada sencillo. ¿Somos capaces de perdonar a quien sinceramente se arrepiente? ¿Actuamos como si nada hubiera pasado? ¿O a la primera ocasión que se nos presenta recriminamos una vez más la ofensa cometida? ¿Perdonamos todo? ¿O algunas cosas nos cuestan? Personalmente, se viene a mi corazón la respuesta: “y… depende”.
Sin embargo, tengo la certeza de que no tenemos que bajar los brazos, porque es el mismo Jesús quien viene en nuestra ayuda. San Agustín decía: “Señor, dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Con otras palabras, este santo expresó lo mismo que dijeron los apóstoles al clamar “auméntanos la fe”. Si Dios nos ayuda, si el ejemplo de Jesús nos estimula, podremos cultivar un corazón misericordioso dispuesto a perdonar. Con paciencia. Paso a paso. Con fe creciente en un Dios que en su esencia es misericordia. Es trabajo de toda la vida, sí; no podremos lograrlo de un día para otro… pero no estamos solos. Y la fe, mueve montañas. |