La Palabra me dice
La ambición de poder está muy enquistada en el corazón humano. Queremos ser grandes, tenidos en cuenta, reconocidos y tener alguna forma de autoridad sobre los demás. Es el pecado de Adán, que quiso ser como Dios.
Él cayó bajo la seducción de la serpiente-diablo, que lo separó precisamente de Dios, que le había dado todo. Diablo significa “el que divide”. Por eso, él no solamente nos separó de Dios sino que nos dividió entre nosotros. Desde Caín en adelante, todos nos matamos unos a otros con la mentira, la indiferencia, el odio, el egoísmo, la envidia.
Jesús, que se da cuenta que la envidia y la ambición se han colado entre los suyos, interviene con mucha claridad. Realiza un gesto simbólico, propio de los profetas, trayendo un niño a su lado. Entonces explica que la clave del Reino está no en hacerse grande, sino pequeño y en acoger a los pequeños. Jesús rompe la costra de la ambición al poder y a la competencia entre los suyos. Ellos deben seguir el camino que Él mismo seguirá, haciéndose pequeño, pobre, débil, anonadándose en la cruz. Desde la encarnación hasta la cruz, Jesús recorrerá ese camino. Sus discípulos no podrán hacer otro camino. No podrán erigirse en jueces autoritarios que prohíben, impiden y ponen obstáculos a los demás. Ni en celosos guardianes de la ley, como lo eran los fariseos. Deberán ser testigos del amor recibido, para darlo en la acogida a todos.
Este era el signo, el gran signo de las primeras comunidades cristianas: pequeñas, perseguidas y con el único poder de la fraternidad.
Y este será el camino del pobrecillo de Asís y tantos otros santos de la Iglesia. San Francisco, de rico se hizo pobre, de poderoso cruzado se volvió pequeño, de autosuficiente se transformó en mendigo, que dependía de los demás. Ni siquiera quiso el sacerdocio, porque su lugar no estaba allí. Por eso fue llamado el “hermano universal”.
¡Qué difícil nos resulta a nosotros seguir el camino de Jesús! También en la Iglesia, muchas veces podemos sentir envidia de los otros o pelearnos para ver quién tiene razón, quién gana la partida. Cuántos conflictos se evitarían en nuestras familias y comunidades si todos nos sintiéramos pequeños, aprendices, dispuestos siempre y solamente a recibir y dar el don más preciado, el de la caridad. Orar por los demás es una primera forma de hacerlo. |