Evangelio del Dia

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Miércoles 09 de Octubre de 2019

La Palabra dice


Lc 11, 1-4
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino; danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación”.
 

La Palabra me dice


¡Qué impresión que les debe haber causado a los apóstoles verlo a Jesús rezando, que pedían que les enseñe a ellos a rezar!...
Jesús orante. Que Él tenga sus momentos de oración personal me anima a buscar mayor profundidad en mi oración. Si el mismo Jesús daba un lugar especial a la oración dentro de su jornada, ¡cuánta importancia tiene y cuánta debe tener en mi día! Y el lugar… el lugar no importa. El texto no me indica un lugar específico para que Él me escuche y me hable, como si fuera necesario orar allí y sólo allí. La expresión “en cierto lugar” me abre a la oración en dónde esté, en lo que esté y como esté.
Y me detengo en lo primero que menciona Jesús… “… Padre…” En el pueblo de Israel, la pronunciación del Nombre santísimo de Dios había sido olvidada por ser sagradamente impronunciable. La sacralidad de su Nombre era indiscutible. ¿Quién se animaría a llamarlo, a invocarlo nombrándolo? Y, sorprendentemente, cuando Jesús nos enseña a orar, llamando a Dios como Padre nos ubica en la posición de hijos e hijas confiados. Sí. Porque lo primero es llamar a Dios por el título que más culto y honor le da: Padre, Papá. ¡Cuánto me hace pensar este modo de querer hacerse presente entre nosotros! ¡Cuánto pienso en mi respuesta, muchas veces, poco filial! ¡Cuánto pienso en sus desvelos por mí, por mis hermanos! ¡Cuánto pienso en lo que me pide: que sea reflejo de su paternidad…! ¡Dame la gracia, Papá Dios!

Con corazón salesiano


Lo veo a Juanito Bosco en la granja de los Moglia, con 12 años y fuera de casa, cuando burlado o sancionado por estar orando en lugar de trabajar más, defendía los tiempos explícitos de unión con Dios, de oración, no negociando su utilización y confiando en que, aunque ante la vista humana parezca ridículo, el diálogo con Dios hace que todo esfuerzo obtenga resultados multiplicados.

A la Palabra, le digo


“Señor, enseñános a orar”. Desde mi corazón te lo suplico: enséñanos a orar. Advierto, mi Señor, que la oración es un don. Antes creía que sólo dependía de mí y de mi esfuerzo por rezar… Desear hablar con Vos es haber recibido, aún sin advertirlo tan conscientemente, tu primer paso en la invitación a comunicarnos.
Enseñame a estar a tus pies, como María de Magdala. Convenceme de que sin vos, sin tu presencia constante en mi vida, nada puedo hacer. No algo, no poco: nada. Reavivá en mí la certeza de la necesidad vital que tiene la oración. Me olvido tan fácilmente… Tu Gracia, Señor, sea el motor y la razón de mi vida.